jueves, 22 de noviembre de 2018

La televisión no es lo que es (14)



14.-

La televisión manipula las noticias y coloniza nuestras mentes, pero eso ya lo sabíamos





“Y ante los ojos de todos, comenzó a transformarse.
Fue Tom, y James, y un tal Switchman, y un tal Butterfield; fue el alcalde del pueblo,
 y una muchacha, Judith; y un marido, William; y una esposa, Clarisse.
Como cera fundida, tomaba la forma de todos los pensamientos.
La gente gritó y se acercó a él, suplicando. Tom chilló, estirando las manos,
y el rostro se le deshizo muchas veces.”
(Ray Bradbury: El Marciano, en “Crónicas marcianas”)


De entre todas las cosas que podían decirse sobre la televisión, hemos dejado deliberadamente para el final que es una potente herramienta de dominación política. Es decir: la TV te manipula, te engaña, te oculta lo que no quiere mostrarte. Esto es así, indudablemente. Si no se ha tocado este tema hasta aquí es porque de esto se ha hablado mucho y se habla mucho. Y, por el contrario, hay muchos otros aspectos importantes del fenómeno televisivo de los que casi no se habla.
Nuestra televisión ha sido criticada duramente por políticos, intelectuales y militantes, por su poder para deformar la realidad. O, en todo caso, para construir “realidades” engañosas. Y ha sido defendida con argumentos inversos. Está claro que la tele se ha convertido en una máquina narrativa al servicio de la política y del poder. La televisión inventa noticias, las distorsiona, arma operaciones de “inteligencia” para lanzarse, coordinada y sistemáticamente, a construir un sentido común acorde con sus intereses. Y al mismo tiempo oculta o minimiza todas aquellas noticias que no quiere que circulen entre la población.
Es un hecho, entonces, que la tele está en el centro de la política argentina. Ya hemos visto como un programa de la televisión pública (“6, 7, 8”) se convirtió en consigna de campaña en las últimas elecciones presidenciales. Y que, una vez asumido el nuevo gobierno, ese programa fue levantado del aire como parte del cumplimiento de promesas de campaña. No es casual, tampoco, que una de las críticas hechas a Cristina Fernández de Kirchner durante su presidencia (también enarbolada como tema de campaña) fue acusarla de abuso de la “cadena nacional”. Es curioso que, en un país con tanta gente que mira televisión, se acuse a una presidente justamente de comunicarse por ese medio. Este no es un dato menor, porque esta acusación constituyó una de las claves de la derrota electoral.
También es un hecho indiscutible que el carácter oligopólico de nuestro sistema de producción y distribución televisiva (dentro del cual el Grupo Clarín ocupa un papel hegemónico) no favorece la democracia en la Argentina. Personalmente, me declaro a favor de la democratización de las comunicaciones y, por lo tanto, en contra de los monopolios u oligopolios. Y no sólo de los de la televisión, ya que las “industrias culturales” de la música o la literatura no son menos monopólicos que la televisión. Pero hay que entender que ésta es sólo una parte del problema.
Así veía la cuestión Umberto Eco, hace ya cuatro décadas:
 “…Hace mucho tiempo que para adueñarse del poder político en un país era suficiente controlar el ejército y la policía. Hoy, sólo en los países subdesarrollados los generales fascistas recurren todavía a los carros blindados para dar un golpe de estado. Basta que un país haya alcanzado un alto nivel de industrialización para que cambie por completo el panorama: el día siguiente a la caída de Kruschev fueron sustituidos los directores de Izvestia, de Pravda y de las cadenas de radio y televisión; ningún movimiento en el ejército. Hoy, un país pertenece a quien controla los medios de comunicación[1].”
Y sí, la televisión está en el centro del poder. En los últimos años se han acumulado muchos ejemplos en ese sentido. Pero insisto con algo: la televisión no es solamente eso. Y ésta es la razón del presente ensayo: la televisión es además varias otras cosas, y hay que considerarlas si se quiere modificar su modo de existencia y su funcionamiento en el seno de nuestra sociedad. Por supuesto que se trata de una gigantesca maquinaria de manipulación informativa, capaz de construir relatos políticos a gran escala. Pero también, y al mismo tiempo, es esa presencia que nos acompaña, que comparte nuestra vida cotidiana, que nos pone en alerta, en estado de indignación o de descreimiento, a fuerza de escándalos permanentes. Es esa presencia cercana, que nos proporciona pantallas para ser leídas, y nos invita a ser uno más del “medio” y a participar de la gran fiesta popular en la que cualquiera baila, cualquiera canta, cualquiera opina de política, de economía, de crímenes. Es una maestra que nos enseña cosas que ya sabíamos y nos toma exámenes fáciles, es un fiscal que acusa a los indefendibles y es un juez que juzga instantáneamente. Es un miembro más de la familia, desde siempre y para siempre. Un cocinero que nos prepara platos que nunca podremos comer. Todo eso (y unas cuantas cosas más) es la televisión.
Es precisamente ese carácter fluctuante y perpetuo del dispositivo “televisión” el que la hace tan “poderosa”. No sólo su posibilidad de manipular la información pública, sino todo lo demás. Por eso, también, resulta tan difícil “meterse con la televisión” (mejorarla, transformarla, democratizarla, moralizarla o el verbo que cada uno prefiera): porque ella es una parte indisoluble de nuestra vida. Porque hay una enorme mayoría de ciudadanos que la defiende y la defenderá tal como es, y que tomará cualquier crítica de carácter social, político, moral o estético como un ataque a la tele, a ese miembro de la familia. La confusión, el gran error que hemos cometido, a mi entender, es pensar que la “institución televisiva” se constituye alrededor de los dueños de los grandes canales. No, la televisión se recrea permanentemente en cada hogar con sus características propias, porque es una institución que se superpone y se entrelaza con la familia.
El mismo Eco, cuando intenta pensar las soluciones posibles a la encrucijada de los medios en el Siglo XX, acuña la metáfora “guerrilla comunicacional”, entendida como una suma de pequeñas acciones, tal vez individuales, que pueden llevarse adelante en el terreno comunicacional para intentar comprender, criticar o resignificar el universo imaginario de la TV. Esto dice Eco:
“… Habrá que aplicar en el futuro a la estrategia una solución de guerrilla. Es preciso ocupar, en cualquier lugar del mundo, la primera silla ante cada aparato de televisión (y, naturalmente, la silla del líder de grupo ante cada pantalla cinematográfica, cada transistor, cada página de periódico). Si se prefiere una formulación menos paradójica, diré: la batalla por la supervivencia del hombre como ser responsable en la Era de la Comunicación no se gana en el lugar de donde parte la comunicación sino en el lugar a donde llega”.  
La lucha por una televisión mejor, entonces, habrá de resolverse del lado del espectador y no tanto en el terreno de las empresas y los canales. Y agrego: es necesario comprender que, entre esa pantalla y nosotros, circula una multitud de sensaciones, imágenes, representaciones, simulacros, juegos y negociaciones simbólicas. Y que todos ellos siguen circulando cuando apagamos la televisión. Incluso cuando nos vamos de casa y hablamos de cualquier otra cosa. Aún allí, la televisión sigue existiendo. Seguimos en estado televisivo. Porque la televisión es otra cosa. Siempre es otra cosa.
Un televisor apagado es un objeto de la misma índole que una heladera, un lavarropas, una computadora, o cualquier otro “electrodoméstico”. Pero cuando la televisión está encendida ya es “otra cosa”, y esta propiedad no la posee ninguna otra máquina doméstica. Porque la tele es “signo”, es representación, es sentido del mundo que pasa por allí y sigue su camino por el cuerpo social. Antes de intentar cualquier cambio con ella, es fundamental entender, mínimamente (en la medida en que puede ser entendido), “qué es ese aparato”.
La televisión, en suma, es como ese personaje del cuento de Ray Bradbury que se llama “El marciano” (de su libro Crónicas marcianas). El marciano era un personaje que, paradójicamente, terminó uniendo a toda la colonia humana en Marte, porque cada uno veía en él un ser diferente, un rostro diferente, una historia diferente. Era tantas cosas distintas y cada uno veía en él lo que necesitaba ver.        






Bibliografía:

- Aguilar, Pilar: “Manual del espectador inteligente”, Ed. Fundamentos, Caracas, 2000
- Berardi, Mario: “La vida imaginada, cine argentino y vida cotidiana”, Ed. Del jilguero, Bs. As. 2006
- Berger, P. y Luckmann, T.: “La construcción social de la realidad”, Amorrortu, Buenos Aires, 1968.
- Bourdieu, Pierre: “La distinción, criterios y bases sociales del gusto”, Taurus, Madrid, 1988.
- Castoriadis, Cornelius: “La institución imaginaria de la sociedad”, Vol. I y II, Ed. Tusquets, Buenos Aires, 1999.
- Fuenzalida, Valerio: “Televisión abierta y audiencias en América Latina”, Norma, Bs. As., 2002.
- Jesús Martín Barbero: “Televisión y melodrama”. Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1992.
- Jesús-Barbero, Martín: “De los medios a las mediaciones”, Mass Media, México, 1987.
- Parret, Hernan: “De la semiótica a la estética: enunciación, sensación, pasiones”, Edicial, Buenos Aires, 1995.
- Saintout, Florencia y Natalia Ferrante (comp..): “¿Y la recepción?, Balance crítico de los estudios sobre el público”, La Crujía Ediciones, Buenos Aires, 2006.
- Silverstone, Roger: “Televisión y vida cotidiana”, Amorrortu, Buenos Aires, 1996.
- Zecchetto, Victorino: “Seis semiólogos en busca del lector”, La Crujía Ediciones, Buenos Aires, 2006. 


  




[1] Umberto Eco: “Para una guerrilla semiológica”, en La estrategia de la ilusión, Bs. As., De la flor, 1987.


miércoles, 7 de noviembre de 2018

La televisión no es lo que es (13)



13.-

La televisión de la televisión

           
El lenguaje cinematográfico funciona sobre la base de ocultarse a sí mismo. En el cine, cuando se apagan las luces de la sala y empieza la proyección de la película, nos deslizamos en un estado distinto de conciencia, en una realidad diferente que es la de la ficción. Para eso, es necesario que aceptemos y “creamos” que “eso que vemos” es algo que está sucediendo ahí frente a nuestros ojos. Es decir: estamos dispuestos a olvidar que nos encontramos sentados en la butaca del cine viendo una película. Es por eso que ningún actor mira a cámara en el cine, si mirara se rompería la ilusión. Y es por eso, también, que deben ocultarse del ojo de la cámara los micrófonos, luces, trípodes y demás accesorios, ya que de verse en la pantalla le recordarían al espectador que lo que está viendo es una película.
La televisión hace todo lo contrario: nos recuerda todo el tiempo que lo que estamos viendo es “televisión”. Los micrófonos no se ocultan. Al contrario: se muestran ostensiblemente, incluso recubiertos por capuchones y “cubos” que exhiben el logo del canal. En la TV todos miran a cámara, casi sin parar. La televisión no oculta que es televisión, no se borra a sí misma para mostrar el mundo como si éste “existiera por sí mismo”. Lo que hace, más bien, es desaparecer el mundo para mostrarse ella en su lugar.
            Al “desaparecer el mundo”, proliferan los programas de televisión que muestran el mundo de la televisión. Esto es lo que se llama un “discurso meta-televisivo” (la tv hablando de la tv). Por las tardes, por ejemplo, están los programas de “chimentos”, que hacen referencia a personajes propios del universo televisivo. Son los llamados “mediáticos”. Hay acá una gran paradoja: la TV hace famosas a personas cuyo único mérito consiste en hacerse famosos. A este grupo se van sumando, a veces a los empujones, otras figuras provenientes de actividades diversas (médicos, abogados, exfutbolistas, políticos, actores, cantantes, bailarinas, esposas de futbolistas y un largo etcétera).  
            Los noticieros y programas periodísticos (que son, digamos, los géneros “informativos”) se contaminan también de esta oleada “meta-televisiva”. Empezando por las críticas de “estrenos televisivos”, o las notas sobre los resultados de las mediciones de “rating”, que suelen ser intervenciones auto-referenciales disfrazadas de noticias. Lo mismo puede decirse de cualquier cosa que hagan los “mediáticos” (o cualquier cosa que les hagan a los mediáticos). Por ejemplo: peleas, escándalos, engaños, difamaciones, abusos, embarazos, noviazgos, separaciones, firma de contratos, ruptura de contratos, internaciones urgentes, crisis de nervios, entre otras, que pasan a convertirse en “noticias del espectáculo”.
Algunos programas periodísticos o “de actualidad” se apoyan en una delgada capa de “realidad” para desplegar, desde allí, una interminable secuencia de “debates”, opiniones e interpretaciones. En ellos proliferan los “expertos” de todo tipo: psicólogos, abogados, forenses, ex policías, y toda una nutrida galería de “personajes”. En el tratamiento de los casos policiales, cuando todavía hay muy poca información para decir o mostrar, la TV despliega sin embargo todo un arsenal de recursos para atrapar al espectador. Un buen ejemplo de esto es el del “caso Ángela”, una chica que apareció muerta en un basural, en el año 2013. Desde los primeros días, la televisión empezó a emitir las imágenes (de baja calidad) de las cámaras de seguridad de la cuadra, en las que apenas podía verse, durante unos segundos, a una muchacha caminando que probablemente era ella. Se presumía que eran las últimas imágenes de Ángeles con vida. Y bien: hemos visto esas breves imágenes decenas, centenares de veces, durante semanas y quizás incluso meses, alternadas con paneles de “expertos” en cuestiones criminales, y entrevistas a todos los “involucrados”: la madre, el hermanastro, amigas, el encargado del edificio (un tal “Mangieri”, que finalmente fue declarado culpable del asesinato), el primo y la esposa del encargado y unos cuantos más. Un canal emitió, incluso, una entrevista al peluquero de la cuadra, quien declaró a las cámaras que Mangieri se cortaba el cabello en su local, y que “parecía una persona normal”. En definitiva: una inmensa oleada de interpretaciones y comentarios más o menos infundados, apoyados sobre una delgada capa de “realidad”.
            Pero, tal vez, el programa meta-televisivo que más ha dado que hablar en nuestro país ha sido “6, 7, 8”, emitido por la televisión pública hasta finales del gobierno de Cristina Fernández, y sacado del aire después de la asunción del presidente Mauricio Macri. Fue un programa “polémico” (palabra que le gusta mucho a la televisión) a tal punto que llegó a tener nutridos grupos de seguidores en las redes sociales, que además de mirar el programa promovían movilizaciones y encuentros de espectadores “auto-convocados”, que llegaron a reunir a decenas de miles de personas. Y también, desde la oposición política de la época, el programa recibió críticas explícitas que lo acusaban de promover cierta violencia sobre los opositores políticos y, específicamente, de agredir a algunos periodistas “que no piensan como ellos”. Los dos bandos que Umberto Eco llamó “apocalípticos” e “integrados” se actualizaron en torno al programa “6, 7, 8”, con renovados atributos. Los detractores se lamentaban de que hubiera, en la televisión pública, un programa “pagado con dinero de los contribuyentes” para “hacer política militante”, en tanto que los defensores celebraban que hubiera un espacio en la televisión para poder decir “todo lo que los monopolios que manejan la comunicación” ocultan y callan.  
En rigor de verdad, ni fans ni opositores estaban en lo cierto, ya que el programa 6, 7, 8 no hablaba de la realidad, sino que hablaba de la televisión (y de los medios en general). En el marco de la lucha contra los monopolios de la comunicación en la Argentina (particularmente el grupo Clarín) y de la defensa de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, la producción del programa le imprimió siempre un fuerte tono crítico y político, pero el programa no hablaba de la realidad, hablaba del tratamiento que los medios le daban a la realidad.
La estructura del programa era más o menos así:
1.- Se presentaban extensos informes que mostraban, básicamente, fragmentos de otros programas de televisión, e incluso páginas de diarios, revistas o libros que además eran leídas por un locutor. O sea: se releía lo que otros medios decían sobre la realidad, o lo que ciertos personajes de la política decían sobre la realidad en otros medios. Fueron contadas las ocasiones en las que la producción sacó una cámara a la calle para capturar “imágenes del mundo”.     
2.- Después de cada informe, el grupo de panelistas estables (y eventualmente un invitado) comentaban extensamente lo visto, por supuesto que desde una perspectiva política y cultural bien definida.
En el fondo, esta estructura de programa no se diferencia mucho, en lo formal, de la de tantos programas de “chimentos” sobre el mundo del espectáculo. La diferencia, obviamente, está en el carácter fuertemente crítico que 6,7,8 desplegaba, algo que los programas del espectáculo no hacen. Porque 6,7,8 revisa el discurso televisivo para desarmar o “deconstruir” los modos de acción de la política en los medios, y los programas de chimentos “revisitan” la programación televisiva para seguir prolongando, en la medida de lo posible, su capacidad de “escandalizar” al espectador.
En el fondo, lo que hizo 6,7,8 fue (por primera vez en la televisión argentina) un trabajo de análisis del discurso “en vivo”. Bien visto, se trató de una actividad más “académica” que informativa. Los temas, noticias y “reflexiones” que los medios publicaban en la semana eran revisitados, puestos a la discusión de los panelistas, comentados, analizados, criticados, contrastados. Al menos en ese sentido, debería ser recordado por sus “fans” y sus detractores como un programa realmente innovador, una propuesta que pretendió configurar un nuevo “tipo de espectador”, menos ingenuo y más atento a las modalidades de los discursos que se les ofrecen desde la pantalla.  
Desde tiempos inmemoriales, el mundo del espectáculo es inseparable de la crítica. Ya el teatro griego, fundante de todos los espectáculos, tuvo como crítico “meta-teatral” nada menos que a Aristóteles. Pero en los tiempos que corren, por lo que parece, el espectáculo televisivo sólo acepta aplausos. Y cuando desde dentro de la televisión se critica a algún periodista, comunicador, actor o “mediático” (y ni que hablar si se trata del dueño de un canal) esto no es aceptado. Peor aún: es visto como “una agresión a los que piensan diferente”.



jueves, 1 de noviembre de 2018

La televisión no es lo que es (12)


12.-
Exámenes  


El ciclo Bailando por un sueño, además de poner en escena la ficción de que “todos podemos ser artistas”, tiene una forma que presenta interesantes derivaciones. En el fondo, se trata de una “mesa de examen” frente a la cual los artistas tienen que presentarse.  Por momentos, el show deja en manos del público la decisión acerca de cuáles participantes deben continuar en carrera y cuáles no. Son los momentos “democráticos” del Bailando, en los que los espectadores tienen la posibilidad de votar telefónicamente y decidir así la suerte de la competencia. Pero hay también un “jurado”, que se presenta como “especializado” en cuestiones del espectáculo.  O, mejor dicho, lo que hay es la puesta en escena de un jurado en acción, de una mesa examinadora que critica con dureza los errores de los participantes, aplaude los aciertos y califica a cada uno con un número del uno al diez. Los números no se asientan en un “acta”, sino que son mostrados al público enarbolando unas tarjetas.
El jurado, como dijimos, está formado por personas “que saben” (dicho esto en términos televisivos y no académicos). Son “triunfadores”, son famosos, son “las caras de la tele” desde hace mucho tiempo, y eso los legitima, les da prestigio, los habilita a evaluar y calificar. El conductor, a lo largo del programa, no opina sobre los desempeños artísticos de los participantes, no se involucra en las “evaluaciones” (más allá de algunos gestos y guiños pícaros que lo caracterizan). En general, entonces, los escándalos y “conflictos” que aparecen quedan en manos del jurado. Porque se gana o se pierde de acuerdo a las calificaciones del jurado. Y el premio que se ofrece, programa a programa, es el mejor que la televisión puede otorgar: nada menos que la posibilidad de seguir estando en la tele.
Más allá de los criterios adoptados por los jurados a la hora de calificar (que suelen ser tan eclécticos como arbitrarios), quisiera poner el foco en el carácter de la situación misma que se configura acá: la situación de “tomar examen”. Se trata, por supuesto, de una representación, una puesta en escena, la dramatización de una situación de examen que, si bien es bastante “standard”, resulta al mismo tiempo muy particular. Porque se trata de un “examen” que no requiere ningún “estudio” previo. Los participantes se presentan a la prueba sin necesidad de antecedentes, de capacitación, de formación artística. A lo sumo, pueden garantizar cierto estado físico para intentar bailar y moverse en el escenario, aunque no siempre. Han recibido el “acompañamiento” de un “coach” y han “ensayado” durante un par de semanas, antes de presentarse en el estudio, para bailar frente al jurado de notables. Por lo general, de trata de personas que no tienen mayor experiencia previa ni formación en aquello en lo que serán examinadas. Es, si se quiere, un falso examen, una mesa de profesores “expertos” que les dirán (a bailarines que no son bailarines) que su nota es un siete, un ocho, un diez, un dos. Es, dicho de otra forma, la representación de un premio a la mediocridad. De un premio que se le da a alguien por ser lo que ya era. Ningún examen es así en la vida real.
Digamos que sólo un espectador que no ha pasado nunca por las mesas de examen (por ejemplo en la universidad) puede creer que así son los exámenes. Es decir: no es verdad que los que toman examen califican lo que quieren, como quieren y con los criterios que se les ocurren. Que a la hora de poner una nota tienen la prerrogativa de exhibir y humillar públicamente al alumno que no ha cumplido con la prueba, o de alabarlo delante de sus compañeros, también a la vista de todos. Porque en los exámenes reales (se supone) el examinado no compite contra sus compañeros sino en todo caso consigo mismo. Lo que vemos en estos programas es, también, una parodia distorsionada de lo que significa triunfar, consagrarse, ser “aprobado” por el tribunal de “los que más saben”. Aunque ellos, los que califican (los miembros del jurado y también el conductor del ciclo), tampoco hayan tenido que ser examinados alguna vez para certificar sus competencias y habilidades “televisivas”.
La misma figura se repite en varios otros programas. Por ejemplo, en programas de preguntas y respuestas, y en otras competencias para ganar premios. En los primeros hay participantes (que pueden ser personas comunes o también personajes conocidos de la televisión), a quienes se les hacen preguntas lo suficientemente sencillas como para que el espectador pueda contestarlas en su casa. (En los programas de competencias y juegos “físicos”, el proceso es similar: tampoco es necesario ahí tener una especial preparación gimnástica ni un óptimo estado corporal para participar y ganar).
Los “temas” de las preguntas pueden ser muchos, pero estarían dentro de la amplísima categoría de “cultura general”. Otras veces, los temas remiten a historias, situaciones o chimentos vinculados al mismo universo televisivo. Habitualmente, se trata de preguntas que cualquier espectador tiene capacidad de responder desde su casa, y recién se hacen más “difíciles” cuando se acercan las instancias finales de los concursos. Es decir, cuando los premios que se ofrecen empiezan a ser más importantes. Y en todos los casos (preguntas “fáciles” o “difíciles”), contestar correctamente o no parece depender casi exclusivamente de una cuestión de memoria. No deja de ser una paradoja: la televisión, que promueve el olvido a cada paso, premia en sus concursos la buena memoria.

martes, 23 de octubre de 2018

La televisión no es lo que es (11)




 11.-
Todos somos artistas

            En la llamada “época de oro” del cine argentino (años 40y 50), la historia más contada en las películas fue la de un “artista” que llegaba a consagrarse. La historia es más o menos así: un personaje llega del interior (o de los barrios bajos) al centro de la ciudad, con la ilusión de triunfar como artista. Después de convencer a un público grosero y poco cultivado, logra la consagración, los aplausos y el éxito.  Sin embargo, a veces los artistas tienen que pagar el precio de no poder conformar una familia, el peor dolor imaginable. Y aunque al final encuentre el amor, el artista no va a olvidar sus orígenes humildes. Parece un relato inspirado en la historia del tango, que repite el “recorrido del héroe” que el crítico de cine Claudio España denominara “el mito Carlos Gardel”.
Ése fue el argumento de base de varias películas de aquella época, la gran metáfora argentina del progreso y la movilidad social. Mientras el cine de Hollywood fabricaba héroes que cabalgaban con su pistola hacia la frontera de la civilización, o que marchaban a otros países como “soldados de la libertad”, nuestro melodrama nativo construyó este entrañable tipo de héroe cuya única arma era el talento para la canción. Su triunfo es personal, pero también implica la felicidad del pueblo.
            La televisión, desde sus orígenes, adoptó la figura de los artistas y, a su manera, siguió contando la vieja historia del muchacho o muchacha humilde que logra la consagración frente a su público. Y fue más allá: puso en escena la noble lucha de los artistas, en tiempo real. En el estudio de TV (ya se trate de un programa de ficción, un noticiero, un programa de chimentos o cualquier otro género) ellos se enamoran, se pelean, se acusan, se vuelven a enamorar (de la misma persona o de otra), una y otra vez. Pero el “star system” televisivo argentino es un sistema de segunda generación, y por lo tanto degradado. Sus estrellas (con Mirtha Legrand, Susana Giménez y Marcelo Tinelli a la cabeza, y con un pelotón de mediáticos detrás) parecen condenadas a repetir eternamente el mismo instante, el mismo gesto melodramático, la misma escena en la que se sufre por amor. O en la que se sufre por haber sido difamados, engañados, ofendidos. Y de ahí se escala al “te dije, me dijo, yo no le dije”, y a los gritos, insultos y escándalos en vivo y en directo. Porque ese Parnaso de las estrellas televisivas es asediado día y noche por una multitud de aspirantes a “ingresar”, que el medio atrae y captura permanentemente. Personas “comunes y corrientes” debutan a diario en programas de juegos, de preguntas y respuestas, de búsqueda de parientes perdidos, de competencias para bajar de peso. Y también, por supuesto, en los “reality shows”, donde chicas y muchachos que han sido seleccionados por ser “representativos de personas comunes”, pasan semanas frente a las cámaras, en una casa transformada en set televisivo, actuando de sí mismos en escenas tan significativas como lavarse los dientes, cortar cebolla, pasarse horas tirados en un sillón sin nada que hacer o manotearse a escondidas debajo de las sábanas.
También los noticieros y canales de noticias acuden todo el tiempo a personas comunes y las transforman en una especie de “extras”. Por ejemplo, relatando a cámara lo que se les pregunte sobre algún hecho policial del que han estado cerca. No importa que los entrevistados digan que no saben lo que pasó, que no estuvieron ahí, que recién llegan, que se los contó otro vecino: de todos modos, los cronistas insisten en ofrecerles a estas personas sus “quince minutos de fama”. Son cronistas de lo cotidiano, de lo obvio, como sucede en los días de huelga cuando los canales salen a la calle a preguntarle a la gente qué opina de que no hay colectivos para viajar. La única condición que se les exige a estas personas es que “hablen en idioma televisivo”. Como esos futbolistas que, al final de un partido, parece que solo pudieran declarar que “pusimos todo en la cancha”, “estamos haciendo las cosas bien” o “ahora hay que pensar en el próximo partido”. Si alguien se sale de ese molde, es probable que el cronista gire de inmediato con su micrófono en busca de otro entrevistado. Pero si “colabora”, se le permitirá “jugar a que está haciendo televisión” por unos instantes. No serán estrellas, pero sí al menos saldrán en la tele por un rato.
De una u otra manera, en esta sociedad todos somos artistas en potencia, a la espera de nuestro momento estelar. Me ha tocado más de una vez, por cuestiones profesionales, estar en la calle con una cámara y un equipo de producción, y siempre me resultó asombrosa la facilidad con que la gente “común” se integra a la mecánica televisiva. En general nadie reacciona con indiferencia ante la presencia de una cámara. Por el contrario, uno puede pedirles que se corran un paso al costado, que miren hacia alguna parte, que aplaudan ante una señal o lo que sea, sin darles ninguna razón y sin siquiera presentarse. Siempre saben cómo es la televisión, qué debe hacerse ante la cámara y cómo “colaborar” con el show. Las únicas preguntas que hacen cuando se apaga la cámara son: “¿cuándo sale esto?” y “¿por qué canal?”.
Pero si hay un espacio en el que esta operación simbólica alcanza el summum es, desde hace años, el programa de Marcelo Tinelli. La primera variante fue “Bailando por un sueño”, una producción adquirida a Televisa (México) por “Ideas del Sur”, que ha sido durante varias temporadas el programa de mayor audiencia de la televisión argentina. En sus primeros tiempos, el programa presentaba a una persona que deseaba realizar algún “sueño” que individualmente no podía alcanzar, y que a la vez poseía algún talento artístico. Este “soñador” tenía una pareja “mediática” y competía para hacer realidad su sueño. A cada pareja se le asignaba un entrenador o “coach”, para que los acompañara y dirigiera en los ensayos hasta lograr la performance planeada. Las familias de los participantes soñadores se constituían también como personajes (secundarios pero significativos), ya que se los mostraba en la tribuna, sobre todo si se trataba de personas con problemas físicos o sicológicos. Sin embargo, esta supuesta función “social” del programa no duró mucho, y lo único que quedó de ella fue el nombre del programa. Hoy, la gran fiesta del “Bailando” se despliega sin necesidad de justificación alguna.
Marcelo Tinelli, micrófono en mano, recrea la estética de los viejos animadores de fiestas populares, de clubes de barrio, de eventos de otras épocas. Como bien dijo Valerio Fuenzalida[1] , la televisión, que en un principio había sacado a la gente de los cines, clubes y otros ámbitos sociales y la había “encerrado” en sus casas, en una etapa más reciente les reintegra en la pantalla aquella fiesta popular perdida. En Bailando por un sueño todo tiene el aroma de las viejas fiestas de barrio, aunque los recursos invertidos (que se incrementan año a año) le otorgan al mismo tiempo un carácter monumental que aquellos eventos nunca tuvieron.
“¡Buenas noches, América! ¡Es un éxito, el estudio está repleto señores!”, exclama Marcelo. Los decorados explotan de color, las luces y los laser barren un escenario que en cada ciclo se vuelve más imponente. Las grúas hacen “volar” las cámaras por todos los rincones. La puesta en escena es cada año más excesiva, monumental, ostentosa. La estética del Bailando recuerda aquella anécdota que se cuenta sobre un productor hollywoodense que, como había gastado tanta plata en decorados, exigía al director que usara siempre planos abiertos para que se note la inversión. “Toda esta escenografía me costó mucha plata. ¡Ahora quiero que la muestren!”, decía el hombre.
Así es como los “sueños” humildes de las primeras emisiones terminaron sepultados por una ostentación obscena de recursos de producción. El “Bailando” es, a esta altura, más que nada una demostración de poder. Y entonces la vieja “fiesta popular”, con sus guiños pícaros, sus bromas simples, sus competencias, su música y sus bailes, se enlaza con esta rutilante estética de “nuevos ricos”.
En mayo de 2016, las autoridades de la Ciudad de Buenos Aires cortaron el tránsito en la intersección de las avenidas Corrientes y 9 de Julio, al solo efecto de que la productora del programa pudiera grabar ahí, frente al Obelisco, las escenas de danza y acrobacia que se usarían en la apertura del ciclo. Las aperturas del “Bailando” son siempre los segmentos televisivos más elaborados y también los más caros de producir (como sucede con los spots publicitarios en general). Así que cada año, en un ciclo que es básicamente siempre igual a sí mismo, se renueva la expectativa de saber cuánto más se ha invertido, qué “superproducción” se hará para la presentación del programa y a qué personajes se ha logrado convencer para que “bailen” en el ciclo.
Ya han pasado por el Bailando actores y actrices, “famosos” en general, jugadores de futbol y otros deportistas, políticos, campeones mundiales de box, periodistas, el jefe de Gobierno de la Ciudad, candidatos a Presidente, un ex Juez Federal y una variada galería de personajes, incluyendo todo el ejército de reserva de mediáticos. Y hasta esa chica que, al parecer, fue convocada sólo por ser enana. Porque (hay que decirlo) a pesar de los “coachs” nadie baila bien en el “Bailando”. Puede ser que no se note a primera vista porque el baile queda disfrazado y camuflado por todo ese despliegue de producción: luces, seguidores, lasers, máquinas de humo, cámaras que se mueven con un criterio coreográfico y demás. De cualquier modo, quiero decir que esta no es una debilidad del ciclo sino, más bien, su condición misma de factibilidad: esos “bailarines” que no saben bailar se parecen mucho a nosotros, simples espectadores, más afectos al control remoto y al sillón del living que a frecuentar los gimnasios.    


[1] Valerio Fuenzalida: “Televisión abierta y audiencia en América latina”, Bs. As., Ed. Norma, 2002. El autor se refiere a este aspecto del medio como la “fiesta popular lúdico-festiva”.

martes, 9 de octubre de 2018

La televisión no es lo que es (10)



10.- 
En el mundo


Casi todas las presentaciones de noticieros y programas informativos muestran la figura de un mundo que gira. El “mundo” es, entre nosotros, la metáfora que más y mejor se asocia al universo informativo de la TV. Y el mundo, según cierta concepción ideológica en boga, simboliza ese lugar deseable al que pueblos y naciones deberíamos aceptar “integrarnos”, en aras del progreso y la modernidad.
           Pero esta mitología de la “globalización televisiva” no pasa de ser, en la mayoría de los casos, una declaración de principios vacía, sin contenidos que la sustenten. Es un título, una carátula que luego nunca se desarrolla. El espíritu global, en nuestra televisión, no pasa más allá de esos pocos segundos que dura la presentación de un noticiero. Nuestra televisión es un fenómeno de aldea. Es provinciana y ofrece una imagen del mundo bastante pobre y distorsionada. Las noticias que mayor espacio ocupan en los noticieros son las nacionales. Y esto casi siempre quiere decir: “lo que sucede en la Ciudad de Buenos Aires”. Cada mañana, los espectadores de todo el país (desde Ushuaia a La Quiaca) se despiertan con información de último minuto sobre el estado las avenidas de acceso a la Ciudad de Buenos Aires. De manera que el mundo que muestra la tele es, básicamente, la Capital Federal.
          Las noticias sobre otros países no abundan. Ni en los noticieros de los canales de aire ni en los canales de noticias. Claro que desplegar una sección internacional mínimamente bien armada sale mucho dinero: hay que pagar corresponsales, viáticos, viajes, contratar servicios de agencias de noticias. Y la televisión argentina no está dispuesta a hacer una inversión de ese calibre.
            Los usuarios de algunos “packs” de televisión por cable o televisión satelital tienen a su disposición canales que ofrecen información sobre cuestiones “internacionales”. Incluso, hay allí información sobre algunos países que los espectadores, provincianos al fin, ni sabíamos que existían. Lamentablemente, algunos de estos canales (como Telesur o Russia Today) están siendo retirados de las grillas de televisión por cable, justo en el momento en que desde el gobierno nos convocan a “integrarnos al mundo”.
          Ahora bien: en los canales argentinos de aire el mundo solo aparece cuando algún acontecimiento de gran interés político, social o deportivo así lo amerita. Y sobre todo cuando se trata de una noticia marcadamente “espectacular”. En abril de 2016, por ejemplo, los espectadores argentinos vieron como sus pantallas informaban en vivo y en directo, durante varios días, acerca de los acontecimientos políticos que llevaron a la destitución de la presidente de Brasil, Dilma Rousseff. Esto sucedió de pronto, sin previo aviso, sin posibilidad siquiera de que los conductores de los programas periodísticos se pusieran a estudiar un poco acerca de la situación política brasilera. El hecho es que, durante unos pocos días, se comentó brevemente que el “impeachment” era algo posible, pero nadie entendía bien qué era eso. Luego, de repente, varios canales se lanzaron a transmitir en directo la sesión larguísima de diputados en la que se tramitó la destitución de la presidente Rousseff. Estoy seguro de que la mayoría de nuestros espectadores no conoce la dinámica política de Brasil, sus costumbres parlamentarias y la denominación, orientación política y tradición de los distintos partidos y agrupaciones. Y, sobre todo, se desconoce la complejidad de la coyuntura política en el país vecino. Sin embargo, la televisión nos mostró una larga sucesión de discursos (cada discurso duraba un minuto), que invariablemente terminaban con un “voto sí” o un “voto no”. Es decir, el proceso de destitución de una presidente elegida democráticamente se mostró como una especie de torneo, como un espectáculo deportivo. Y bien: el suspenso se mantuvo hasta el final y la votación terminó con el triunfo del “sí”. Dilma fue destituida, y el tema desapareció de las pantallas para siempre.
            Otras veces, los gerentes de noticias toman la decisión de “capturar la transmisión” de un canal de otro país para seguir algún caso de alto impacto. Así es como, de tanto en tanto, la programación de los canales se interrumpe para que podamos ver “en vivo y en directo” cómo la policía de Iowa (o cualquier otro sitio) persigue a un loco que pretende escapar a contramano por una autopista repleta de autos. A veces, incluso, todos los canales de aire y de noticias se pliegan a esta transmisión, configurando una curiosa “cadena nacional” privada. Ignoro cuáles son los motivos que llevan a los gerentes de programación a tomar estas decisiones, pero intuyo que tienen que ver con una ecuación favorable de “costo-beneficio”.
        Donde sí hay una apertura al mundo es en los canales de deportes, que se han venido expandiendo notablemente en los últimos años. Son canales que ofrecen una plataforma integrada que llega a gran parte del sub-continente. En ellos podemos ver fútbol y otros deportes de varios países, comentados y relatados por periodistas y relatores latinoamericanos. El “mundo del deporte” es el único que de verdad se está “internacionalizando” en la televisión latinoamericana (que además ofrece a sus espectadores las ligas y campeonatos de Europa). 
       Así está la cosa: para nuestra televisión, el mundo no aparece más que marginalmente en las noticias políticas, económicas, sociales o culturales. Una revolución, una guerra, una huelga general, un cambio político relevante, un descubrimiento sólo van a conseguir menciones breves, que a veces no permiten ni siquiera que lleguemos a entender el sentido de la noticia. Y, por lo contrario, la presencia del “deporte mundial” se agiganta, en un fenómeno de “globalización” coronado por sus grandes acontecimientos ecuménicos: el Campeonato Mundial de Futbol, los Juegos Olímpicos, la Copa América, la Champeon League, la NBA y algunos otros. Ésa es, básicamente, la representación del mundo que ofrece la televisión actual.       
Sin embargo, de vez en cuando, la TV “nos lleva de viaje”. En otros tiempos fueron historia los documentales geográficos, como el notable “La aventura del hombre” (producido por Carlos Fernando Ries Centeno) que, desde 1981 y durante veinte temporadas ofreció una inteligente mirada sobre la diversidad geográfica y cultural de la República Argentina y América del Sur. O también “Historias de la Argentina Secreta” (producido por Roberto Vacca y Otelo Borroni), emitido a partir de 1975. En los dos casos se trató de producciones llevadas a cabo por equipos profesionales de documentalistas y asesores, y emitidas en horario central.
Otro ejemplo, modesto pero significativo, fue el del “micro” televisivo “El país que no miramos”, producido por el actor Iván Grondona, que llegó a estar quince años en el aire. El programa duraba unos pocos minutos, y en cada emisión la voz de Grondona resumía algún aspecto llamativo de un pueblo o localidad del interior de la República Argentina, y la cámara lo mostraba. Para producir los micros, Grondona viajaba por el país por su cuenta (a veces con el apoyo de las Secretarías de Turismo locales), acompañado por un camarógrafo. Al llegar a cada sitio, ubicaba los puntos más significativos y el camarógrafo realizaba una serie de tomas. Por la noche, antes de dormirse, escribía en el hotel los textos que se iban a usar en cada micro. De regreso a Buenos Aires, editaba los micros y se preparaba para un nuevo viaje. Es difícil imaginar una producción televisiva más sencilla. Y sin embargo, El país que no miramos tuvo una enorme repercusión y una audiencia incalculable. En total se emitieron 1.170 micros.
En la actualidad, ya no existen los documentales de este tipo en nuestra televisión. Lo más parecido (salvando las distancias) puede ser el programa “Desde el camino”, conducido por Mario Markic (TN), que saca una cámara a recorrer rutas y pueblos lejanos del país. Aquí, no hay investigación de ninguna índole y el espectador acompaña en todo momento el punto de vista del conductor, que va recorriendo las rutas y se asombra de algunos lugares y personajes “pintorescos” que encuentra.  Es decir, recorremos el país desde la mirada de un porteño que se sube al auto y sale de recorrida.
Y están también los programas estructurados como “catálogos” de agencias de viajes (y que evidentemente lo son). Justo cuando el mundo desaparece de los noticieros, aparecen programas promocionados por cadenas de hoteles, restaurantes, líneas aéreas y agencias. Programas en los que “viajamos”. Los conductores son conocidos modelos o señoras de alta sociedad, y en todos los casos personas viajadas”. Ellos nos guían por distintos variados destinos turísticos (habitualmente ciudades europeas o países “exóticos”) y nos recomiendan los mejores hoteles, restaurantes y visitas a realizar. En horarios marginales (cuando los espacios televisivos son más baratos), con producciones bastante elementales, estos programas nos permiten hacer honor al viejo sueño de los inventores de la televisión: podemos “mirar desde lejos”.

martes, 18 de septiembre de 2018

La televisión no es lo que es (9)




9.-

Leer la televisión


El discurso televisivo es un entramado de distintos sistemas significantes: la palabra, la imagen, la música, el montaje, entre otros. El cine “mudo”, hace más de un siglo, había aprendido (no sin esfuerzo) a contar historias utilizando solo una sucesión de imágenes en blanco y negro. Para el espectador, ya en aquellas épocas, “leer la pantalla” era intentar comprender lo que las imágenes mostraban y captar el sentido que las secuencias proponían. Los intertítulos (carteles con textos escritos que se intercalaban entre imágenes) ayudaban al brindar información sobre los personajes, las situaciones o las modalidades temporales, información que la imagen no podía dar. A pesar de estas “limitaciones” (o gracias a ellas), durante el período “mudo” se han producido decenas de obras maestras.
Después, con la llegada del “sonoro”, el cine se fue olvidando de estos aprendizajes, y las palabras pasaron a ocupar en las películas un lugar que antes no tenían (los diálogos, las voces en off, los subtítulos). “Leer la pantalla” se fue transformando con los años en superponer y entrelazar otros códigos a aquel primer código aprendido desde el “cine mudo”. Algunas acciones se explicaban por sí mismos” a través de las secuencias de imágenes, pero ahora además se podían escuchar las voces. En ese movimiento, el cine ganó en precisión comunicativa pero se hizo más redundante, más “realista”, menos “libre” desde el punto de vista artístico.
La palabra “leer” se usa, en semiótica, para designar la capacidad de decodificar, de interpretar, de comprender. No sólo leemos las palabras escritas, también “leemos” los gestos, las imágenes, la música, y otros tipos de signos. “Mirar una película”, por ejemplo, leer varios “lenguajes” al mismo tiempo (y también leer las interrelaciones entre ellos, ya que no siempre el sonido repite lo que la imagen muestra). Ver una película parece algo simple, pero es una experiencia semiótica compleja.
¿Y qué pasa con la TV? ¿Qué nuevos códigos o nuevas maneras de leer ha permitido? En la práctica, el medio televisivo se ha ido inclinando cada vez más hacia el terreno del sonido, en detrimento de la imagen. Se diría que la TV es cada vez más un medio para escuchar que para ver. Esto se relaciona con la “situación” de recepción: se mira televisión en casa, mientras se hace otra cosa, con una atención casi siempre difusa, en horarios que muchas veces no son los del “tiempo libre”. Y los productores y realizadores saben que sus espectadores no están concentrados en la imagen como pueden estarlo los espectadores de cine.
Al mismo tiempo, la pantalla televisiva se llena cada vez más de información y entonces incorpora recursos provenientes de la gráfica. “zócalos”, texturas, animaciones, variedad de tipografías, tratamiento de la imagen en collages, etc. La pantalla de televisión, desde el punto de vista estético, se parece cada vez más a la pantalla de la computadora, al “llenarse” de letras, dibujos, esquemas y modos de diseño que “tapan”, fragmentan o multiplican la imagen “tomada por la cámara”. La pantalla de TV es, hoy, más una pantalla “gráfica” que “cinematográfica”.
La “imagen del mundo tal como es” (“televisión” significa “ver desde lejos”) queda oculta bajo una densa capa de títulos, subtítulos, avances, textos, pasantes, cuadros, imágenes dentro de la imagen, ventanas, efectos, tramas, zócalos, animaciones. La información visual que se ofrece es múltiple y compleja, y puede ser leída en simultaneidad o como secuencia de informaciones distintas. De modo que la televisión es cada vez más una pantalla para leer, en el sentido más estricto y escolar del término.  

Muy atrás han quedado aquellos días de 1990, cuando el director de cine Federico Fellini llevaba a los tribunales italianos su demanda en favor de que se respetara la “integridad” de las obras cinematográficas al ser emitidas por televisión. Lo que Fellini reclamaba (en lo que habría de ser una larga y polémica cruzada personal) era que los canales no “intervinieran” en absoluto sobre la una película cuando era transmitida por televisión. Para Fellini, una película era una obra de arte que no debía ser “ensuciada” en la pantalla con superposiciones que informan la hora, la temperatura, el logo del canal o cualquier otro elemento visual ajeno. Y tampoco aceptaba que una la película se “corte” para emitir publicidad.
Claro que Fellini perdió la batalla, y los canales privados de televisión (como los de Silvio Berlusconi) tuvieron posibilidad de pasar publicidad interrumpiendo la transmisión de películas y, además, obtuvieron permiso para “realizar transmisiones en directo” (algo que antes no podían hacer). Y aquella “ventana por la que se ve el mundo” se ha ido llenando, poco a poco, de adornos, calcomanías, cortinas, colgantes y todo lo que allí se pueda colgar. Es decir: el “mundo real” que la TV nos muestra, lo muestra lleno de etiquetas. Las imágenes podrán ser “reales” pero (del mismo modo que en los diarios y revistas), los “títulos” que interpretan esas imágenes los pone siempre el medio.

Así es como se genera una serie de lugares comunes, que luego se usarán hasta el hartazgo para poder cobijar, bajo un mismo “título”, a ciertos “fragmentos de realidad”. Por ejemplo: bajo el título “inseguridad”, la televisión agrupa un determinado tipo de hechos delictivos: robos, asesinatos, secuestros, violaciones. Pero, al mismo tiempo, el título deja afuera a otros hechos: estafas, femicidios o asesinatos intrafamiliares. Digamos, de paso, que en la República Argentina los índices más altos de muertes violentas corresponden a los accidentes de tránsito, pero, sin embargo, para los tituladores de la TV eso no es “inseguridad”.   
Este título general incluye otros lugares comunes: “los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra”, “los delincuentes libres y nosotros tras las rejas de las casas”, “la gente está cansada de tanta inseguridad y nadie hace nada” y demás. Es decir, una serie de generalidades que son de hecho incomprobables.
Claro que también la tele pone los títulos de la política, que se alternan o se entrelazan con los de la vida cotidiana. Así fue como a lo largo del tiempo se instaló el título poético de “la grieta”, bajo el cual se inscribían todas las divisiones existentes entre argentinos, que además se le atribuían al gobierno kirchnerista. Y después vino la famosa “ruta del dinero K”, que comenzó a instalarse desde que se conocieron las primeras investigaciones sobre supuestos hechos de corrupción. La “ruta del dinero”, nunca definida del todo, sería el recorrido del dinero mal habido de los funcionarios corruptos, que pasa en algún momento por financieras de Puerto Madero, va y vuelve a Río Gallegos, anda por estancias patagónicas o en la tumba de Néstor Kirchner, antes de perderse en las oscuridades del poder. Cualquier dato o noticia que de algún modo pudiera ser relacionado con esto (allanamientos, citaciones judiciales, declaraciones periodísticas, rumores, imágenes de una pala mecánica buscando dinero en la estepa patagónica, etc.) fueron a caer, durante largo tiempo, bajo este gran título genérico.
Con el cambio de gobierno, al asumir Mauricio Macri como presidente, cuestiones tan diversas como despido de trabajadores, aumento de tarifas y precios, quita de subsidios o devaluación de la moneda fueron a caer bajo la categoría genérica de “sinceramiento” (otro título poético).
 No hace falta aclarar que estas operaciones de anclaje (titulado) de la realidad constituyen en sí una poderosa operación política. Pero, al margen de eso, la estructura organizativa misma de la producción televisiva también contribuye a la existencia de los anclajes de sentido. Es decir: estas simplificaciones son, hasta cierto punto, inevitables. Y lo son porque la televisión es una fábrica de imagen y sonido que transmite sin parar y con los costos más bajos posibles. Y ese sistema de producción la arrastra necesariamente a que conductores, productores, noteros, cronistas, columnistas y demás trabajadores de la TV “en vivo” se vean obligados a llenar horas y horas de programación, a “estirar” lo que se está diciendo y lo que se está mostrando. En ese marco, lo habitual es que se vean a obligados a improvisar, inventar o “estirar” los materiales que presentan, y por lo tanto es comprensible que apelen a este vocabulario abreviado hecho de títulos y lugares comunes.
No es la primera vez en la historia que esto sucede: también los payadores recurrían a fórmulas genéricas y a rimas predeterminadas para salir de algún lance difícil en la improvisación. Y, mucho más atrás en el tiempo, en la antigua Grecia un tal Homero pudo crear y divulgar la Ilíada y la Odisea, aunque no existía la escritura, apelando (además de su inventiva y buena memoria), a algo que se llamó el “vocabulario formular” (que consistía en fórmulas fijas que se aplicaban siempre iguales ante situaciones similares).
Por eso nuestra TV está saturada de “tipificaciones”. Hay personajes típicos, como los “empresarios”, los “mediáticos”, los “constitucionalistas” y tantos otros. Si se habla de un violador probablemente se lo trate de “chacal”. Una persecución policial es siempre “cinematográfica”. Un embotellamiento de tránsito es presentado como “caos en la ciudad”. Y así todo el tiempo.  

Pero tal vez la más notable y potente de las tipificaciones televisivas es la figura de “la gente”. Aparece a cada rato: lo que la gente quiere, los derechos de la gente, solucionar los problemas de la gente, y demás. Y no es que “la gente” seamos todos: gente no es sinónimo de pueblo, ni de población, ni de ciudadanía. Cuando la tele habla de la gente, se refiere a un sector que posee unas características bien definidas: si, por ejemplo, una manifestación interrumpe el tránsito, la gente son los automovilistas que llegan tarde a su trabajo por esa razón (a quienes los cronistas buscarán fervorosamente para entrevistar). Las personas que realizan el corte, en ese caso, serán etiquetados como “piqueteros”, “militantes”, o (en el mejor de los casos) “los trabajadores de tal empresa”. Pero nunca serán “la gente”.