jueves, 26 de julio de 2018

La televisión no es lo que es (3)


3.-
La tv nos mira



Nosotros creemos que miramos televisión, pero en realidad es ella la que nos mira.
En la historia de las imágenes hay un momento fundacional, en el Renacimiento, en el que los artistas italianos inventan un nuevo método para representar lo que se ve. Es decir, establecen un mecanismo y una manera para que una imagen plana (pintada sobre una pared, una tabla o una tela) parezcan tener profundidad. Ese mecanismo, esa manera “correcta” de dibujar, recibió el nombre de “perspectiva”, que significa “ver a través”.
Todos tuvimos alguna vez algún profesor de dibujo que nos torturó con este tema, que resumidamente funciona así: la imagen se organiza alrededor de un punto imaginario desde el cual se va a mirar la escena. Ese “único ojo inmóvil” es el “punto de vista”. Y todas las líneas van a confluir, en “profundidad”, en un punto opuesto llamado “punto de fuga”. Además, la imagen tiene un “marco” que la cierra y la contiene, o sea que es como si uno mirara “a través de una ventana”). Es un método simple y efectivo. Tanto que se usó durante siglos y todavía se sigue usando. La tecnología ha ido cambiando, pero el modelo es el mismo: la cámara fotográfica, la cámara de cine y la cámara de televisión se apoyan en el mismo esquema: un solo “ojo inmóvil” (la lente) que mira a través de una “ventana”.   
Pero todo esto es solamente una convención, una manera de construir y mirar imágenes a la que nos hemos ido acostumbrando, que se ha ido naturalizando. Y gracias a la cual percibimos profundidad y espacio donde solo hay una superficie plana. En un ensayo muy conocido, publicado en el año 1927 (“La perspectiva como forma simbólica[1]), el historiador del arte Erwin Panofsky demuestra que la representación en perspectiva no es más “realista” que otros modos de representación. Es decir: que la imagen en perspectiva “no se parece” al mundo real. Y no tiene por qué parecerse, porque nosotros no miramos el mundo desde un punto, “con un solo ojo inmóvil”, sino que lo miramos con dos ojos levemente separados (lo cual, precisamente, es lo que nos permite percibir la profundidad). Y porque, además, la imagen no se forma en nuestros ojos sobre “una superficie plana”, sino sobre una cóncava. La “perspectiva es una forma simbólica”, concluye Panofsky, no una cuestión óptica.
¿Y qué es lo que simboliza? ¿Qué mecanismos culturales se ponen en juego desde   el momento histórico en que se ofrece al espectador, al mismo tiempo, una imagen y “un punto imaginario desde el cual mirarla”? ¿Cuál es el sentido profundo de este dispositivo visual, cuál es su metáfora, por qué ha perdurado en el tiempo? La respuesta es: “el individuo”.
En efecto, en la pintura anterior al Renacimiento no existe un lugar individual desde el cual mirar. No hay un “punto de vista”, ni en el sentido óptico de la expresión ni en el sentido social (punto de vista como “opinión”). En el fondo, el gran invento renacentista es la idea de “individuo”, tal como la conocemos hoy. En el mundo medieval, la noción misma de “punto de vista” era inimaginable, en el marco de una sociedad teocrática que reconocía como única autoridad a Dios. Precisamente, al resquebrajarse la sociedad feudal se abre la posibilidad de que aparezcan nuevos modos de “ver el mundo”, que van prefigurando la cuestión de la “libertad individual”. La posibilidad del “individuo”, que es capaz de sostener un punto de vista - opinión propios sobre el mundo.  
Con la llegada de la fotografía, el punto de vista se “industrializa”, y pasa a ser directamente el “punto de cámara”. Y con el cine, además, se pone en movimiento. El espectador de cine es un “viajero”, cambia de posición todo el tiempo, y además se mueve junto con la cámara. Y después la televisión, en principio, sigue por el mismo camino. Aunque claro que no solo las tecnologías han cambiado sino además las sociedades en su conjunto. Hoy en día, el espectador del Siglo XXI se siente con una destreza y una competencia tales sobre las pantallas, que no se conforma con un punto de vista artificial, sino que necesita que todo el mundo se subordine a su mirada. Que ese punto de vista sea “el centro del mundo”. O sea: el centro del mundo en el living de casa.
Y la televisión, entonces, nos mira, nos interpela, viene a buscarnos. El espacio imaginario que crea la televisión ya no es “en profundidad”, sino más bien “hacia el espectador”. Un espacio que se construye entre ese conductor que me mira y yo. En ese sentido, la TV es más “barroca” que renacentista: su expresividad es una herencia de la arquitectura del Siglo XVII (con esas fachadas que engañan la vista y parecen moverse en juegos de cóncavos y convexos). O de las figuras de Caravaggio, que parecen salirse de la tela y venirse encima nuestro. O del teatro de Shakespeare, que ha inventado ese recurso llamado “aparte”, en el que un personaje se acerca a los espectadores para hacerles un comentario “confidencial”. En el cine, los personajes no deben “mirar a cámara”. En televisión, por el contrario, todos miran a cámara y todos “hablan a cámara”.
Así es: la televisión no se deja observar mansamente. Se nos viene encima, con todos los recursos posibles. Tiende a salirse de la pantalla. Y además, como parte de ese mismo movimiento, construye como escenario principal del dispositivo, una y otra vez, al living de nuestra casa.



[1] Panofski, Erwin: La perspectiva como forma simbólica, Tusquetts, Barcelona, 1999.  

viernes, 20 de julio de 2018

La televisión no es lo que es (2)


Mirar la tele






¿Qué es “mirar tele”? Otra pregunta obvia. Y sin embargo no hay una sola respuesta, porque existen diferentes maneras de ver televisión. ¿Cómo actúa el “espectador”? ¿Qué pasa por su cabeza? ¿Qué sensaciones, emociones y deseos se ponen en juego? (¿qué configuraciones mentales, qué grados de atención, qué mecanismos de identificación o de rechazo?). La imagen arquetípica de Homero Simpson despatarrado en su sofá, con una “donut” o una lata de cerveza en la mano, no es la única referencia posible en este asunto.
Después de haberse acercado al fenómeno televisivo desde todos los ángulos posibles, los investigadores empezaron a ver que les faltaba estudiar lo más importante: nada menos que a los espectadores. Así es como surgen (con particular empuje en América Latina) los llamados “estudios de la recepción”. Por ejemplo, el muy interesante planteo de Orozco Gómez[1], que hace un inventario de los diferentes enfoques, actitudes o acciones que un espectador pone en juego cuando mira TV. Son las llamadas “televidencias”: “percibir, sentir, gustar, pensar, comprar, evaluar, guardar, retraer e imaginar con la televisión son actividades paralelas o simultáneas de un largo y complicado proceso mediático comunicacional”. Incluso podríamos ampliar este catálogo de televidencias a partir de algunas simples observaciones cotidianas. Porque mirar tele es también polemizar, jugar, confiar, competir, distraerse, compartir, participar, encontrar compañía, informarse, discutir, alentar, aprender, olvidar… (y cada uno puede ampliar la lista según sus propias experiencias).
Los primeros espectadores no miraban tele, miraban un programa. Es decir que, llegada la hora, se instalaban frente al televisor para mirar el programa que les gustaba, y le dedicaban a él toda su atención y su concentración. Al terminar, apagaban el aparato y se iban a hacer otra cosa. Todavía quedan algunos espectadores así, pero en general hoy uno enciende el televisor en cualquier momento y mira lo que hay (zapping mediante), asignándole a la pantalla una atención más difusa y lejana. 
Hagamos una prueba sencilla: observemos un poco a familiares o amigos (o a nosotros mismos) y podremos elaborar una verdadera tipología de espectadores televisivos: está el “ansioso” (que enseguida se aburre y no deja de hacer zapping en busca de alguna otra cosa); el “polemista” (que discute a los gritos con la tele sobre política, fútbol o lo que sea); el “solitario” (que deja la tele prendida durante horas sin mirarla ni escucharla, solo para sentirse acompañado); el “espectador social” (que prefiere juntarse con otros para mirar televisión y valora más los intercambios personales que los contenidos televisivos); el espectador “práctico” (que solo enciende la tele para ver la temperatura o la hora), por poner sólo algunos ejemplos.
De hecho, hoy se mira televisión en situaciones muy diversas, lo cual implica que hay diferentes maneras de “ser espectador”. Miramos tele en el almuerzo, la cena o el desayuno, pero también en la cama (solos o acompañados), en un bar, en el andén mientras esperamos el subte, en la sala de espera del médico y (a partir de las nuevas posibilidades que ofrecen el celular y la computadora) en incontables situaciones de nuestras vidas. Hay tantas maneras distintas de ver tele que la expresión “comunicación masiva” ya está dejando de tener sentido.
Además, entre el televisor y nosotros se despliegan ciertas tramas de sentido que, inevitablemente, van a modificar nuestra posición como espectadores. El investigador colombiano Jesús Martín-Barbero[2] ha estudiado estas tramas, a las que llama “mediaciones”: edad, sexo, condición social, educación, religión, pertenencia institucional, preferencias políticas y capacidades tecnológicas en relación con el medio. Incluso, ciertas marcas de nuestra historia personal que resultarían imposibles de enumerar, pero que también van a condicionar nuestro modo de ver televisión. La “comunicación masiva”, en ese sentido, es una utopía: la transmisión televisiva es la misma para todos, pero los “receptores” somos cada vez más diversos. La televisión “para todos”, la televisión masiva de los viejos tiempos, es aún un sector muy importante del negocio de los medios, pero convive con otras modalidades que promueven novedosas formas de consumo.
Más allá de los llamados “canales de aire” (otro anacronismo, porque ahora nos llegan por “cable”), existe otro universo televisivo que no es masivo sino más bien “sectorizado”. Los sistemas de televisión por cable y satelitales ofrecen a sus clientes distintos “paquetes” con diferentes programaciones y tarifas, lo cual contribuye a segmentar a los públicos (por ejemplo, a los amantes de las programaciones de deporte o de cine). Cada vez más, la “televisión masiva” se va desagregando en segmentos diferenciados. Hasta los horarios “marginales” de los canales grandes son aprovechados por diversas instituciones para contactarse con sus públicos particulares: congregaciones religiosas, sindicatos, la Policía, el Ejército, las Madres de Plaza de Mayo y varios más emiten su propia programación para “sus propios espectadores”. Los espectadores, por su parte, tienden también a apropiarse del medio de un modo “personalizado”, y eso es porque la tecnología ahora lo permite y la industria lo promueve.
     Y hay más: los televisores de última generación permiten al usuario “navegar” por distintos sitios y acceder así a emisiones televisivas “vía streaming”, de manera que cada espectador puede perfectamente armar su propia grilla de preferencias y evitar por completo, si así lo desea, a la vieja y tradicional “televisión masiva”. Si no hay más gente que lo hace, es sencillamente porque las costumbres y usos del consumidor siempre van más lentos que la presión renovadora que imprime la tecnología, con sus permanentes cambios. Crece también la oferta de televisión “on demand” y los sistemas tipo Netflix o similares (que permiten acceder mediante una cuota mensual a una amplísima variedad de películas y series), fenómeno que está reformulando de plano el concepto de “ver televisión”. Mediante la aplicación de determinados algoritmos, la industria audiovisual ha encontrado por fin la manera de “personalizar” la oferta de productos. Esto es: se nos ofrece un menú que no será igual para ningún otro consumidor, y que parecerá “personalizado” debido a que se nos muestran sólo los títulos que, por algún motivo, el sistema asocia con otros títulos que ya hemos visto.
Esta innovación aparece es una verdadera “gallina de los huevos de oro” para la industria audiovisual, que siempre ha lidiado con el riesgo empresario de tener que hacer grandes inversiones para un producto que quizás luego no tenga éxito de público. La tensión entre “innovación” y “standarización”, propia de las industrias culturales, se disuelve ahora bajo el peso de las innovaciones tecnológicas. Hemos entrado en la era de los “robots”, que resuelven al instante “qué me gustaría” ver en función de “lo que ya he visto”.
            Curiosamente, el cine (que ha sido paulatinamente marginado y expulsado de las grillas televisivas) retorna ahora con renovadas fuerzas a la “pantalla chica”. A esto se suman nuevas series de ficción, de variados estilos y géneros. La posibilidad de ver una película o una serie en el momento en que a uno le dé la gana, deteniéndose, volviendo atrás o avanzando a discreción, está construyendo, literalmente, un medio audiovisual distinto, con nuevos códigos y también nuevos “modos de ver”. Eso ya no es televisión (pero tampoco cine). Los relatos se ramifican, se extienden, se entrelazan, se lateralizan. Y el espectador “de elite”, aquel que reniega de la bulliciosa televisión de aire para refugiarse en los apacibles catálogos de cine y series, puede manejar sus tiempos y sus preferencias de consumo “a su manera”. Y así, en ese proceso que cada uno creerá individual y exclusivo, se comentarán luego socialmente esos relatos y se compartirán estas nuevas agendas de ficción entre espectadores de gustos similares. Y todo esto, muy lejos de la vieja y familiar “televisión”.









[1] Orozco Gómez, G.: Televisión, audiencias y educación, Norma, Bs. As., 2001, p. 39.
[2] Jesús Martín Barbero: Televisión y melodrama, Tercer Mundo, Bogotá, 1992.

jueves, 12 de julio de 2018

La televisión no es lo que es (1)


“¿Qué es ese aparato?”  


     

Yo tengo, usted tiene,
todos tenemos un televisor,
allí gritan, se acogotan
 y se matan todos los cowboys
      Indios flacos sin jabón,
negros fieros que atacan a traición
y muy pocas veces, alguna vez
los hombres blancos malos pueden ser.”
(Piero)

Las cosas obvias son las que no pueden o no deben ser explicadas. Son lo que son. Se supone que siempre han estado ahí, y que todo el mundo sabe qué son, para qué sirven, cómo se usan. Nadie se pregunta “¿qué es esto?”. Cada sociedad, cada época, cada cultura, construye su propio catálogo de obviedades. Y de la misma manera que, para los primitivos de la aldea, las palmeras y el mar son algo obvio, para los "nativos audiovisuales" del Siglo XX lo obvio es la televisión. La tele "es lo que es", siempre ha estado ahí, y no hay más nada que agregar. nada que decir.
Cuando yo era chico, en mi casa no había televisor. En ninguna casa de mi cuadra había televisor, y me parece que tampoco en ninguna casa del barrio. Pero una vez llegó. La fuimos a buscar con mi papá, acompañados por un grupo de vecinos, en un auto prestado. El primer intento fracasó, porque el aparato era tan grande que no pasaba por la puerta del auto. Tuvimos que buscar un auto más grande y así fue (aunque en ese momento todavía no lo sabíamos) que empezaba para nosotros una vida diferente.
Al llegar a casa, mientras los hombres maniobraban con cuidado para llevar la tele hasta el lugar que le había sido asignado, las vecinas se acercaron con curiosidad. Una preguntó:
—Pero…, ¿qué es ese aparato?
En unos pocos meses, ya todos en el barrio sabían qué era un televisor. Y también sabían cómo orientar la antena con un palo cuando el viento la movía, cómo manipular los botoncitos cuando la imagen se “desenganchaba”, cómo apagarla rápido cuando bajaba la tensión. Lo demás era fácil, porque había pocos canales que transmitían unas pocas horas. Y para cuando la grilla empezó a crecer, llegaron las revistas (“Canal TV” o “TV Guía”), y ahí buscábamos los programas. 
En esa época, los chicos de la cuadra veíamos “dibujitos” juntos, todas las tardes. Y veíamos esas series del far west en las que un malvado ataba a una chica a la cinta de un aserradero, con la intención de serrucharla por la mitad. Pero claro que al día siguiente llegaban los buenos y la rescataban justo a tiempo. A la hora de la merienda, la “abuela” del capitán Piluso llamaba con voz dulce y firme: “¡Piluso, la leche!”. Y desde ese momento empezamos a permitir que la tele nos organizara la vida, porque también nosotros tomábamos la leche en ese momento, "juntos con Piluso y Coquito" .    
Una noche a la semana, también, los adultos se juntaban en casa a ver esa mítica serie de “terror” llamada “El fantasma de la ópera”, con Narciso Ibáñez Menta. Las mujeres preparaban torta o sándwiches, para servir con “alguna cosita fuerte” de tomar a la hora del programa. Y a mí me mandaban a dormir, porque "no era para chicos". Así que las únicas imágenes que recuerdo son las de la presentación: una figura inquietante que recorría la soledad del teatro y preguntaba, con voz grave: “¿no queda nadie en los camarines?”. Lo demás me lo tenía que imaginar con lo que escuchaba, desde mi cuarto, hasta quedarme dormido.
 Hoy, décadas después, recuerdo de manera vívida aquellos primeros programas. Y algo recuerdo también de las miles y miles de horas que, después, me pasé sentado frente a un televisor. Con el tiempo, dejé de ser un “espectador común” para convertirme en un pretendido “experto” en lenguajes audiovisuales, semiótica y cuestiones de ese tipo. Y sin embargo, hoy, no me resultaría tan sencillo contestar aquella pregunta de los tiempos fundacionales: “¿qué es ese aparato?”.  
Puede decirse, claro, que la televisión es un objeto común, utilizado a diario por gente común, en situaciones cotidianas (aunque, por otro lado, las interpretaciones académicas sobre el medio se han ido diversificando y haciendo cada vez más complejas). Para el hombre común “la tele” es un entretenimiento, una compañía, una distracción, un medio para informarse. Los teóricos de la comunicación, por su parte, entienden la TV como un medio masivo para enviar mensajes, un modo de estar socialmente en contacto, un sitio virtual para vernos y reconocernos, un núcleo productor de sentido a gran escala, un integrador de la heterogeneidad social, un gran narrador de historias, un mecanismo de control, un espacio en el que se despliega la cultura lúdica popular que creíamos perdida, un simulacro de contacto personal, una manera de acercar el universo entero hasta el living de nuestra casa. Y también, para extender un poco más la lista: un somnífero, un despertador, un estimulante, un termómetro, un reloj, un periódico, un profesor de gimnasia, un agitador político, un teatro, una radio, un púlpito, una vecina que habla pavadas. Y hasta un espacio educativo, ¿por qué no?
Hoy en día (cambios tecnológicos y culturales mediante), todo este asunto empieza a tener sentidos muy diferentes para las jóvenes generaciones de “televidentes” que despliegan novedosas “maneras de ver” que a veces nos cuesta comprender. El otro día, por ejemplo, mi hija adolescente trajo a casa su última adquisición: un pequeño objeto plano que acunaba con ternura entre sus manos. Mientras lo observaba fijamente, ella se reía, hablaba sola y, de a ratos, hasta bailaba un poco.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.
—Estoy mirando tele.
—¿Cómo que “mirando tele”?
—Y sí, papá: “tele”. En la tablet, por internet, mientras chateo con mis amigas y me bajo una app para hacerme un videíto. Ahora cuando termine el programa voy a jugar un rato y navegar en las redes para buscar una información que me pidieron en el colegio…
—Pero, decime, nena —pregunté sin doble intención—: ¿qué es ese aparato?