Todos somos artistas
En la llamada “época de oro” del cine argentino
(años 40y 50), la historia más contada en las películas fue la de un “artista”
que llegaba a consagrarse. La historia es más o menos así: un personaje llega
del interior (o de los barrios bajos) al centro de la ciudad, con la ilusión de
triunfar como artista. Después de
convencer a un público grosero y poco cultivado, logra la consagración, los
aplausos y el éxito. Sin embargo, a veces
los artistas tienen que pagar el
precio de no poder conformar una familia,
el peor dolor imaginable. Y aunque al final encuentre el amor, el artista no va
a olvidar sus orígenes humildes. Parece un relato inspirado en la historia del
tango, que repite el “recorrido del héroe” que el crítico de cine Claudio
España denominara “el mito Carlos Gardel”.
Ése fue el argumento de base de varias
películas de aquella época, la gran metáfora argentina del progreso y la
movilidad social. Mientras el cine de Hollywood fabricaba héroes que cabalgaban
con su pistola hacia la frontera de la civilización, o que marchaban a otros
países como “soldados de la libertad”, nuestro melodrama nativo construyó este entrañable
tipo de héroe cuya única arma era el talento para la canción. Su triunfo es
personal, pero también implica la felicidad del pueblo.
La
televisión, desde sus orígenes, adoptó la figura de los artistas y, a su manera, siguió contando la vieja historia del
muchacho o muchacha humilde que logra la consagración frente a su público. Y
fue más allá: puso en escena la noble lucha de los artistas, en tiempo real. En el estudio de TV (ya se trate de un
programa de ficción, un noticiero, un programa de chimentos o cualquier otro
género) ellos se enamoran, se pelean, se acusan, se vuelven a enamorar (de la
misma persona o de otra), una y otra vez. Pero el “star system” televisivo
argentino es un sistema de segunda generación, y por lo tanto degradado. Sus estrellas (con Mirtha Legrand, Susana
Giménez y Marcelo Tinelli a la cabeza, y con un pelotón de mediáticos detrás) parecen
condenadas a repetir eternamente el mismo instante, el mismo gesto
melodramático, la misma escena en la que se sufre por amor. O en la que se
sufre por haber sido difamados, engañados, ofendidos. Y de ahí se escala al “te dije, me dijo, yo no le dije”, y a
los gritos, insultos y escándalos en vivo y en directo. Porque ese Parnaso de
las estrellas televisivas es asediado día y noche por una multitud de
aspirantes a “ingresar”, que el medio atrae y captura permanentemente. Personas
“comunes y corrientes” debutan a diario en programas de juegos, de preguntas y
respuestas, de búsqueda de parientes perdidos, de competencias para bajar de
peso. Y también, por supuesto, en los “reality shows”, donde chicas y muchachos
que han sido seleccionados por ser “representativos de personas comunes”, pasan
semanas frente a las cámaras, en una casa transformada en set televisivo, actuando
de sí mismos en escenas tan significativas como lavarse los dientes, cortar
cebolla, pasarse horas tirados en un sillón sin nada que hacer o manotearse a
escondidas debajo de las sábanas.
También los noticieros y canales
de noticias acuden todo el tiempo a personas comunes y las transforman en una
especie de “extras”. Por ejemplo, relatando a cámara lo que se les pregunte
sobre algún hecho policial del que han estado cerca. No importa que los
entrevistados digan que no saben lo que pasó, que no estuvieron ahí, que recién
llegan, que se los contó otro vecino: de todos modos, los cronistas insisten en
ofrecerles a estas personas sus “quince minutos de fama”. Son cronistas de lo
cotidiano, de lo obvio, como sucede en los días de huelga cuando los canales
salen a la calle a preguntarle a la gente qué opina de que no hay colectivos
para viajar. La única condición que se les exige a estas personas es que “hablen en idioma televisivo”. Como esos futbolistas
que, al final de un partido, parece que solo pudieran declarar que “pusimos todo en la cancha”, “estamos haciendo las cosas bien” o “ahora hay que pensar en el próximo partido”.
Si alguien se sale de ese molde, es probable que el cronista gire de inmediato
con su micrófono en busca de otro entrevistado. Pero si “colabora”, se le permitirá
“jugar a que está haciendo televisión”
por unos instantes. No serán estrellas,
pero sí al menos saldrán en la tele por un rato.
De una u otra manera, en esta sociedad
todos somos artistas en potencia, a
la espera de nuestro momento estelar. Me ha tocado más de una vez, por
cuestiones profesionales, estar en la calle con una cámara y un equipo de
producción, y siempre me resultó asombrosa la facilidad con que la gente
“común” se integra a la mecánica televisiva. En general nadie reacciona con
indiferencia ante la presencia de una cámara. Por el contrario, uno puede
pedirles que se corran un paso al costado, que miren hacia alguna parte, que
aplaudan ante una señal o lo que sea, sin darles ninguna razón y sin siquiera
presentarse. Siempre saben cómo es la televisión, qué debe hacerse ante la
cámara y cómo “colaborar” con el show. Las únicas preguntas que hacen cuando se
apaga la cámara son: “¿cuándo sale esto?”
y “¿por qué canal?”.
Pero si hay un espacio en el que
esta operación simbólica alcanza el summum es, desde
hace años, el programa de Marcelo Tinelli. La primera variante fue “Bailando por un
sueño”, una producción adquirida a Televisa (México) por “Ideas
del Sur”, que ha sido durante varias temporadas el programa de mayor
audiencia de la televisión argentina. En sus primeros tiempos, el programa presentaba
a una persona que deseaba realizar algún “sueño” que individualmente no podía
alcanzar, y que a la vez poseía algún talento artístico. Este “soñador”
tenía una pareja “mediática” y competía para hacer realidad su sueño. A cada
pareja se le asignaba un entrenador o “coach”, para que los acompañara y
dirigiera en los ensayos hasta lograr la performance planeada. Las familias de
los participantes soñadores se constituían también como personajes (secundarios
pero significativos), ya que se los mostraba en la tribuna, sobre todo si se
trataba de personas con problemas físicos o sicológicos. Sin embargo, esta
supuesta función “social” del programa no duró mucho, y lo único que quedó de
ella fue el nombre del programa. Hoy, la gran fiesta del “Bailando” se despliega sin necesidad de
justificación alguna.
Marcelo Tinelli, micrófono en
mano, recrea la estética de los viejos animadores de fiestas populares, de
clubes de barrio, de eventos de otras épocas. Como bien dijo Valerio Fuenzalida[1]
, la televisión, que en un principio había sacado a la gente de los cines,
clubes y otros ámbitos sociales y la había “encerrado” en sus casas, en una
etapa más reciente les reintegra en la pantalla aquella fiesta popular perdida. En Bailando
por un sueño todo tiene el
aroma de las viejas fiestas de barrio, aunque los recursos invertidos (que se
incrementan año a año) le otorgan al mismo tiempo un carácter monumental que
aquellos eventos nunca tuvieron.
“¡Buenas noches, América! ¡Es un
éxito, el estudio está repleto señores!”, exclama Marcelo. Los decorados explotan de color,
las luces y los laser barren un escenario que en cada ciclo se vuelve más
imponente. Las grúas hacen “volar” las cámaras por todos los rincones. La
puesta en escena es cada año más excesiva, monumental, ostentosa. La estética del
Bailando recuerda aquella anécdota que
se cuenta sobre un productor hollywoodense que, como había gastado tanta plata
en decorados, exigía al director que usara siempre planos abiertos para que se
note la inversión. “Toda esta escenografía me costó mucha plata. ¡Ahora quiero
que la muestren!”, decía el hombre.
Así es como los “sueños” humildes
de las primeras emisiones terminaron sepultados por una ostentación obscena de recursos
de producción. El “Bailando” es, a
esta altura, más que nada una demostración de poder. Y entonces la vieja
“fiesta popular”, con sus guiños pícaros, sus bromas simples, sus competencias,
su música y sus bailes, se enlaza con esta rutilante estética de “nuevos
ricos”.
En mayo de 2016, las autoridades de la Ciudad de Buenos
Aires cortaron el tránsito en la intersección de las avenidas Corrientes y 9 de
Julio, al solo efecto de que la productora del programa pudiera grabar ahí, frente
al Obelisco, las escenas de danza y acrobacia que se usarían en la apertura del
ciclo. Las aperturas del “Bailando” son
siempre los segmentos televisivos más elaborados y también los más caros de
producir (como sucede con los spots publicitarios en general). Así que cada año,
en un ciclo que es básicamente siempre igual a sí mismo, se renueva la
expectativa de saber cuánto más se ha invertido, qué “superproducción” se hará
para la presentación del programa y a qué personajes se ha logrado convencer
para que “bailen” en el ciclo.
Ya han pasado por el Bailando actores y actrices, “famosos” en general, jugadores de
futbol y otros deportistas, políticos, campeones mundiales de box, periodistas,
el jefe de Gobierno de la Ciudad, candidatos a Presidente, un ex Juez Federal y
una variada galería de personajes, incluyendo todo el ejército de reserva de mediáticos.
Y hasta esa chica que, al parecer, fue convocada sólo por ser enana. Porque
(hay que decirlo) a pesar de los “coachs” nadie baila bien en el “Bailando”. Puede ser que no se note a
primera vista porque el baile queda disfrazado y camuflado por todo ese despliegue
de producción: luces, seguidores, lasers, máquinas de humo, cámaras que se
mueven con un criterio coreográfico y demás. De cualquier modo, quiero decir
que esta no es una debilidad del ciclo sino, más bien, su condición misma de
factibilidad: esos “bailarines” que no saben bailar se parecen mucho a nosotros,
simples espectadores, más afectos al control remoto y al sillón del living que
a frecuentar los gimnasios.
[1] Valerio
Fuenzalida: “Televisión abierta y audiencia en América latina”, Bs. As., Ed.
Norma, 2002. El autor se refiere a este aspecto del medio como la “fiesta
popular lúdico-festiva”.