martes, 23 de octubre de 2018

La televisión no es lo que es (11)




 11.-
Todos somos artistas

            En la llamada “época de oro” del cine argentino (años 40y 50), la historia más contada en las películas fue la de un “artista” que llegaba a consagrarse. La historia es más o menos así: un personaje llega del interior (o de los barrios bajos) al centro de la ciudad, con la ilusión de triunfar como artista. Después de convencer a un público grosero y poco cultivado, logra la consagración, los aplausos y el éxito.  Sin embargo, a veces los artistas tienen que pagar el precio de no poder conformar una familia, el peor dolor imaginable. Y aunque al final encuentre el amor, el artista no va a olvidar sus orígenes humildes. Parece un relato inspirado en la historia del tango, que repite el “recorrido del héroe” que el crítico de cine Claudio España denominara “el mito Carlos Gardel”.
Ése fue el argumento de base de varias películas de aquella época, la gran metáfora argentina del progreso y la movilidad social. Mientras el cine de Hollywood fabricaba héroes que cabalgaban con su pistola hacia la frontera de la civilización, o que marchaban a otros países como “soldados de la libertad”, nuestro melodrama nativo construyó este entrañable tipo de héroe cuya única arma era el talento para la canción. Su triunfo es personal, pero también implica la felicidad del pueblo.
            La televisión, desde sus orígenes, adoptó la figura de los artistas y, a su manera, siguió contando la vieja historia del muchacho o muchacha humilde que logra la consagración frente a su público. Y fue más allá: puso en escena la noble lucha de los artistas, en tiempo real. En el estudio de TV (ya se trate de un programa de ficción, un noticiero, un programa de chimentos o cualquier otro género) ellos se enamoran, se pelean, se acusan, se vuelven a enamorar (de la misma persona o de otra), una y otra vez. Pero el “star system” televisivo argentino es un sistema de segunda generación, y por lo tanto degradado. Sus estrellas (con Mirtha Legrand, Susana Giménez y Marcelo Tinelli a la cabeza, y con un pelotón de mediáticos detrás) parecen condenadas a repetir eternamente el mismo instante, el mismo gesto melodramático, la misma escena en la que se sufre por amor. O en la que se sufre por haber sido difamados, engañados, ofendidos. Y de ahí se escala al “te dije, me dijo, yo no le dije”, y a los gritos, insultos y escándalos en vivo y en directo. Porque ese Parnaso de las estrellas televisivas es asediado día y noche por una multitud de aspirantes a “ingresar”, que el medio atrae y captura permanentemente. Personas “comunes y corrientes” debutan a diario en programas de juegos, de preguntas y respuestas, de búsqueda de parientes perdidos, de competencias para bajar de peso. Y también, por supuesto, en los “reality shows”, donde chicas y muchachos que han sido seleccionados por ser “representativos de personas comunes”, pasan semanas frente a las cámaras, en una casa transformada en set televisivo, actuando de sí mismos en escenas tan significativas como lavarse los dientes, cortar cebolla, pasarse horas tirados en un sillón sin nada que hacer o manotearse a escondidas debajo de las sábanas.
También los noticieros y canales de noticias acuden todo el tiempo a personas comunes y las transforman en una especie de “extras”. Por ejemplo, relatando a cámara lo que se les pregunte sobre algún hecho policial del que han estado cerca. No importa que los entrevistados digan que no saben lo que pasó, que no estuvieron ahí, que recién llegan, que se los contó otro vecino: de todos modos, los cronistas insisten en ofrecerles a estas personas sus “quince minutos de fama”. Son cronistas de lo cotidiano, de lo obvio, como sucede en los días de huelga cuando los canales salen a la calle a preguntarle a la gente qué opina de que no hay colectivos para viajar. La única condición que se les exige a estas personas es que “hablen en idioma televisivo”. Como esos futbolistas que, al final de un partido, parece que solo pudieran declarar que “pusimos todo en la cancha”, “estamos haciendo las cosas bien” o “ahora hay que pensar en el próximo partido”. Si alguien se sale de ese molde, es probable que el cronista gire de inmediato con su micrófono en busca de otro entrevistado. Pero si “colabora”, se le permitirá “jugar a que está haciendo televisión” por unos instantes. No serán estrellas, pero sí al menos saldrán en la tele por un rato.
De una u otra manera, en esta sociedad todos somos artistas en potencia, a la espera de nuestro momento estelar. Me ha tocado más de una vez, por cuestiones profesionales, estar en la calle con una cámara y un equipo de producción, y siempre me resultó asombrosa la facilidad con que la gente “común” se integra a la mecánica televisiva. En general nadie reacciona con indiferencia ante la presencia de una cámara. Por el contrario, uno puede pedirles que se corran un paso al costado, que miren hacia alguna parte, que aplaudan ante una señal o lo que sea, sin darles ninguna razón y sin siquiera presentarse. Siempre saben cómo es la televisión, qué debe hacerse ante la cámara y cómo “colaborar” con el show. Las únicas preguntas que hacen cuando se apaga la cámara son: “¿cuándo sale esto?” y “¿por qué canal?”.
Pero si hay un espacio en el que esta operación simbólica alcanza el summum es, desde hace años, el programa de Marcelo Tinelli. La primera variante fue “Bailando por un sueño”, una producción adquirida a Televisa (México) por “Ideas del Sur”, que ha sido durante varias temporadas el programa de mayor audiencia de la televisión argentina. En sus primeros tiempos, el programa presentaba a una persona que deseaba realizar algún “sueño” que individualmente no podía alcanzar, y que a la vez poseía algún talento artístico. Este “soñador” tenía una pareja “mediática” y competía para hacer realidad su sueño. A cada pareja se le asignaba un entrenador o “coach”, para que los acompañara y dirigiera en los ensayos hasta lograr la performance planeada. Las familias de los participantes soñadores se constituían también como personajes (secundarios pero significativos), ya que se los mostraba en la tribuna, sobre todo si se trataba de personas con problemas físicos o sicológicos. Sin embargo, esta supuesta función “social” del programa no duró mucho, y lo único que quedó de ella fue el nombre del programa. Hoy, la gran fiesta del “Bailando” se despliega sin necesidad de justificación alguna.
Marcelo Tinelli, micrófono en mano, recrea la estética de los viejos animadores de fiestas populares, de clubes de barrio, de eventos de otras épocas. Como bien dijo Valerio Fuenzalida[1] , la televisión, que en un principio había sacado a la gente de los cines, clubes y otros ámbitos sociales y la había “encerrado” en sus casas, en una etapa más reciente les reintegra en la pantalla aquella fiesta popular perdida. En Bailando por un sueño todo tiene el aroma de las viejas fiestas de barrio, aunque los recursos invertidos (que se incrementan año a año) le otorgan al mismo tiempo un carácter monumental que aquellos eventos nunca tuvieron.
“¡Buenas noches, América! ¡Es un éxito, el estudio está repleto señores!”, exclama Marcelo. Los decorados explotan de color, las luces y los laser barren un escenario que en cada ciclo se vuelve más imponente. Las grúas hacen “volar” las cámaras por todos los rincones. La puesta en escena es cada año más excesiva, monumental, ostentosa. La estética del Bailando recuerda aquella anécdota que se cuenta sobre un productor hollywoodense que, como había gastado tanta plata en decorados, exigía al director que usara siempre planos abiertos para que se note la inversión. “Toda esta escenografía me costó mucha plata. ¡Ahora quiero que la muestren!”, decía el hombre.
Así es como los “sueños” humildes de las primeras emisiones terminaron sepultados por una ostentación obscena de recursos de producción. El “Bailando” es, a esta altura, más que nada una demostración de poder. Y entonces la vieja “fiesta popular”, con sus guiños pícaros, sus bromas simples, sus competencias, su música y sus bailes, se enlaza con esta rutilante estética de “nuevos ricos”.
En mayo de 2016, las autoridades de la Ciudad de Buenos Aires cortaron el tránsito en la intersección de las avenidas Corrientes y 9 de Julio, al solo efecto de que la productora del programa pudiera grabar ahí, frente al Obelisco, las escenas de danza y acrobacia que se usarían en la apertura del ciclo. Las aperturas del “Bailando” son siempre los segmentos televisivos más elaborados y también los más caros de producir (como sucede con los spots publicitarios en general). Así que cada año, en un ciclo que es básicamente siempre igual a sí mismo, se renueva la expectativa de saber cuánto más se ha invertido, qué “superproducción” se hará para la presentación del programa y a qué personajes se ha logrado convencer para que “bailen” en el ciclo.
Ya han pasado por el Bailando actores y actrices, “famosos” en general, jugadores de futbol y otros deportistas, políticos, campeones mundiales de box, periodistas, el jefe de Gobierno de la Ciudad, candidatos a Presidente, un ex Juez Federal y una variada galería de personajes, incluyendo todo el ejército de reserva de mediáticos. Y hasta esa chica que, al parecer, fue convocada sólo por ser enana. Porque (hay que decirlo) a pesar de los “coachs” nadie baila bien en el “Bailando”. Puede ser que no se note a primera vista porque el baile queda disfrazado y camuflado por todo ese despliegue de producción: luces, seguidores, lasers, máquinas de humo, cámaras que se mueven con un criterio coreográfico y demás. De cualquier modo, quiero decir que esta no es una debilidad del ciclo sino, más bien, su condición misma de factibilidad: esos “bailarines” que no saben bailar se parecen mucho a nosotros, simples espectadores, más afectos al control remoto y al sillón del living que a frecuentar los gimnasios.    


[1] Valerio Fuenzalida: “Televisión abierta y audiencia en América latina”, Bs. As., Ed. Norma, 2002. El autor se refiere a este aspecto del medio como la “fiesta popular lúdico-festiva”.

martes, 9 de octubre de 2018

La televisión no es lo que es (10)



10.- 
En el mundo


Casi todas las presentaciones de noticieros y programas informativos muestran la figura de un mundo que gira. El “mundo” es, entre nosotros, la metáfora que más y mejor se asocia al universo informativo de la TV. Y el mundo, según cierta concepción ideológica en boga, simboliza ese lugar deseable al que pueblos y naciones deberíamos aceptar “integrarnos”, en aras del progreso y la modernidad.
           Pero esta mitología de la “globalización televisiva” no pasa de ser, en la mayoría de los casos, una declaración de principios vacía, sin contenidos que la sustenten. Es un título, una carátula que luego nunca se desarrolla. El espíritu global, en nuestra televisión, no pasa más allá de esos pocos segundos que dura la presentación de un noticiero. Nuestra televisión es un fenómeno de aldea. Es provinciana y ofrece una imagen del mundo bastante pobre y distorsionada. Las noticias que mayor espacio ocupan en los noticieros son las nacionales. Y esto casi siempre quiere decir: “lo que sucede en la Ciudad de Buenos Aires”. Cada mañana, los espectadores de todo el país (desde Ushuaia a La Quiaca) se despiertan con información de último minuto sobre el estado las avenidas de acceso a la Ciudad de Buenos Aires. De manera que el mundo que muestra la tele es, básicamente, la Capital Federal.
          Las noticias sobre otros países no abundan. Ni en los noticieros de los canales de aire ni en los canales de noticias. Claro que desplegar una sección internacional mínimamente bien armada sale mucho dinero: hay que pagar corresponsales, viáticos, viajes, contratar servicios de agencias de noticias. Y la televisión argentina no está dispuesta a hacer una inversión de ese calibre.
            Los usuarios de algunos “packs” de televisión por cable o televisión satelital tienen a su disposición canales que ofrecen información sobre cuestiones “internacionales”. Incluso, hay allí información sobre algunos países que los espectadores, provincianos al fin, ni sabíamos que existían. Lamentablemente, algunos de estos canales (como Telesur o Russia Today) están siendo retirados de las grillas de televisión por cable, justo en el momento en que desde el gobierno nos convocan a “integrarnos al mundo”.
          Ahora bien: en los canales argentinos de aire el mundo solo aparece cuando algún acontecimiento de gran interés político, social o deportivo así lo amerita. Y sobre todo cuando se trata de una noticia marcadamente “espectacular”. En abril de 2016, por ejemplo, los espectadores argentinos vieron como sus pantallas informaban en vivo y en directo, durante varios días, acerca de los acontecimientos políticos que llevaron a la destitución de la presidente de Brasil, Dilma Rousseff. Esto sucedió de pronto, sin previo aviso, sin posibilidad siquiera de que los conductores de los programas periodísticos se pusieran a estudiar un poco acerca de la situación política brasilera. El hecho es que, durante unos pocos días, se comentó brevemente que el “impeachment” era algo posible, pero nadie entendía bien qué era eso. Luego, de repente, varios canales se lanzaron a transmitir en directo la sesión larguísima de diputados en la que se tramitó la destitución de la presidente Rousseff. Estoy seguro de que la mayoría de nuestros espectadores no conoce la dinámica política de Brasil, sus costumbres parlamentarias y la denominación, orientación política y tradición de los distintos partidos y agrupaciones. Y, sobre todo, se desconoce la complejidad de la coyuntura política en el país vecino. Sin embargo, la televisión nos mostró una larga sucesión de discursos (cada discurso duraba un minuto), que invariablemente terminaban con un “voto sí” o un “voto no”. Es decir, el proceso de destitución de una presidente elegida democráticamente se mostró como una especie de torneo, como un espectáculo deportivo. Y bien: el suspenso se mantuvo hasta el final y la votación terminó con el triunfo del “sí”. Dilma fue destituida, y el tema desapareció de las pantallas para siempre.
            Otras veces, los gerentes de noticias toman la decisión de “capturar la transmisión” de un canal de otro país para seguir algún caso de alto impacto. Así es como, de tanto en tanto, la programación de los canales se interrumpe para que podamos ver “en vivo y en directo” cómo la policía de Iowa (o cualquier otro sitio) persigue a un loco que pretende escapar a contramano por una autopista repleta de autos. A veces, incluso, todos los canales de aire y de noticias se pliegan a esta transmisión, configurando una curiosa “cadena nacional” privada. Ignoro cuáles son los motivos que llevan a los gerentes de programación a tomar estas decisiones, pero intuyo que tienen que ver con una ecuación favorable de “costo-beneficio”.
        Donde sí hay una apertura al mundo es en los canales de deportes, que se han venido expandiendo notablemente en los últimos años. Son canales que ofrecen una plataforma integrada que llega a gran parte del sub-continente. En ellos podemos ver fútbol y otros deportes de varios países, comentados y relatados por periodistas y relatores latinoamericanos. El “mundo del deporte” es el único que de verdad se está “internacionalizando” en la televisión latinoamericana (que además ofrece a sus espectadores las ligas y campeonatos de Europa). 
       Así está la cosa: para nuestra televisión, el mundo no aparece más que marginalmente en las noticias políticas, económicas, sociales o culturales. Una revolución, una guerra, una huelga general, un cambio político relevante, un descubrimiento sólo van a conseguir menciones breves, que a veces no permiten ni siquiera que lleguemos a entender el sentido de la noticia. Y, por lo contrario, la presencia del “deporte mundial” se agiganta, en un fenómeno de “globalización” coronado por sus grandes acontecimientos ecuménicos: el Campeonato Mundial de Futbol, los Juegos Olímpicos, la Copa América, la Champeon League, la NBA y algunos otros. Ésa es, básicamente, la representación del mundo que ofrece la televisión actual.       
Sin embargo, de vez en cuando, la TV “nos lleva de viaje”. En otros tiempos fueron historia los documentales geográficos, como el notable “La aventura del hombre” (producido por Carlos Fernando Ries Centeno) que, desde 1981 y durante veinte temporadas ofreció una inteligente mirada sobre la diversidad geográfica y cultural de la República Argentina y América del Sur. O también “Historias de la Argentina Secreta” (producido por Roberto Vacca y Otelo Borroni), emitido a partir de 1975. En los dos casos se trató de producciones llevadas a cabo por equipos profesionales de documentalistas y asesores, y emitidas en horario central.
Otro ejemplo, modesto pero significativo, fue el del “micro” televisivo “El país que no miramos”, producido por el actor Iván Grondona, que llegó a estar quince años en el aire. El programa duraba unos pocos minutos, y en cada emisión la voz de Grondona resumía algún aspecto llamativo de un pueblo o localidad del interior de la República Argentina, y la cámara lo mostraba. Para producir los micros, Grondona viajaba por el país por su cuenta (a veces con el apoyo de las Secretarías de Turismo locales), acompañado por un camarógrafo. Al llegar a cada sitio, ubicaba los puntos más significativos y el camarógrafo realizaba una serie de tomas. Por la noche, antes de dormirse, escribía en el hotel los textos que se iban a usar en cada micro. De regreso a Buenos Aires, editaba los micros y se preparaba para un nuevo viaje. Es difícil imaginar una producción televisiva más sencilla. Y sin embargo, El país que no miramos tuvo una enorme repercusión y una audiencia incalculable. En total se emitieron 1.170 micros.
En la actualidad, ya no existen los documentales de este tipo en nuestra televisión. Lo más parecido (salvando las distancias) puede ser el programa “Desde el camino”, conducido por Mario Markic (TN), que saca una cámara a recorrer rutas y pueblos lejanos del país. Aquí, no hay investigación de ninguna índole y el espectador acompaña en todo momento el punto de vista del conductor, que va recorriendo las rutas y se asombra de algunos lugares y personajes “pintorescos” que encuentra.  Es decir, recorremos el país desde la mirada de un porteño que se sube al auto y sale de recorrida.
Y están también los programas estructurados como “catálogos” de agencias de viajes (y que evidentemente lo son). Justo cuando el mundo desaparece de los noticieros, aparecen programas promocionados por cadenas de hoteles, restaurantes, líneas aéreas y agencias. Programas en los que “viajamos”. Los conductores son conocidos modelos o señoras de alta sociedad, y en todos los casos personas viajadas”. Ellos nos guían por distintos variados destinos turísticos (habitualmente ciudades europeas o países “exóticos”) y nos recomiendan los mejores hoteles, restaurantes y visitas a realizar. En horarios marginales (cuando los espacios televisivos son más baratos), con producciones bastante elementales, estos programas nos permiten hacer honor al viejo sueño de los inventores de la televisión: podemos “mirar desde lejos”.