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La televisión manipula las
noticias y coloniza nuestras mentes, pero eso ya lo sabíamos
“Y
ante los ojos de todos, comenzó a transformarse.
Fue
Tom, y James, y un tal Switchman, y un tal Butterfield; fue el alcalde del
pueblo,
y una muchacha, Judith; y un marido, William;
y una esposa, Clarisse.
Como
cera fundida, tomaba la forma de todos los pensamientos.
La
gente gritó y se acercó a él, suplicando. Tom chilló, estirando las manos,
y
el rostro se le deshizo muchas veces.”
(Ray
Bradbury: El Marciano, en “Crónicas
marcianas”)
De entre todas las cosas que podían decirse sobre la
televisión, hemos dejado deliberadamente para el final que es una potente
herramienta de dominación política. Es decir: la TV te manipula, te engaña, te
oculta lo que no quiere mostrarte. Esto es así, indudablemente. Si no se ha
tocado este tema hasta aquí es porque de esto se ha hablado mucho y se habla
mucho. Y, por el contrario, hay muchos otros aspectos importantes del fenómeno
televisivo de los que casi no se habla.
Nuestra televisión ha sido criticada duramente por políticos,
intelectuales y militantes, por su poder para deformar la realidad. O, en todo
caso, para construir “realidades” engañosas. Y ha sido defendida con argumentos
inversos. Está claro que la tele se ha convertido en una máquina narrativa al
servicio de la política y del poder. La televisión inventa noticias, las distorsiona,
arma operaciones de “inteligencia” para lanzarse, coordinada y sistemáticamente,
a construir un sentido común acorde con sus intereses. Y al mismo tiempo oculta
o minimiza todas aquellas noticias que no quiere que circulen entre la
población.
Es un hecho, entonces, que la tele está en el centro de la
política argentina. Ya hemos visto como un programa de la televisión pública (“6, 7, 8”) se convirtió en consigna de
campaña en las últimas elecciones presidenciales. Y que, una vez asumido el
nuevo gobierno, ese programa fue levantado del aire como parte del cumplimiento
de promesas de campaña. No es casual, tampoco, que una de las críticas hechas a
Cristina Fernández de Kirchner durante su presidencia (también enarbolada como tema
de campaña) fue acusarla de abuso de la “cadena nacional”. Es curioso que, en
un país con tanta gente que mira televisión, se acuse a una presidente
justamente de comunicarse por ese medio. Este no es un dato menor, porque esta
acusación constituyó una de las claves de la derrota electoral.
También es un hecho indiscutible que el carácter
oligopólico de nuestro sistema de producción y distribución televisiva (dentro
del cual el Grupo Clarín ocupa un papel hegemónico) no favorece la democracia en
la Argentina. Personalmente, me declaro a favor de la democratización de las
comunicaciones y, por lo tanto, en contra de los monopolios u oligopolios. Y no
sólo de los de la televisión, ya que las “industrias culturales” de la música o
la literatura no son menos monopólicos que la televisión. Pero hay que entender
que ésta es sólo una parte del problema.
Así veía la cuestión Umberto Eco, hace ya cuatro décadas:
“…Hace mucho tiempo que para adueñarse del
poder político en un país era suficiente controlar el ejército y la policía.
Hoy, sólo en los países subdesarrollados los generales fascistas recurren todavía
a los carros blindados para dar un golpe de estado. Basta que un país haya
alcanzado un alto nivel de industrialización para que cambie por completo el
panorama: el día siguiente a la caída de Kruschev fueron sustituidos los
directores de Izvestia, de Pravda y de las cadenas de radio y televisión;
ningún movimiento en el ejército. Hoy, un país pertenece a quien controla los
medios de comunicación[1].”
Y sí, la televisión está en el centro del poder. En los
últimos años se han acumulado muchos ejemplos en ese sentido. Pero insisto con
algo: la televisión no es solamente eso.
Y ésta es la razón del presente ensayo: la televisión es además varias otras
cosas, y hay que considerarlas si se quiere modificar su modo de existencia y su
funcionamiento en el seno de nuestra sociedad. Por supuesto que se trata de una
gigantesca maquinaria de manipulación informativa, capaz de construir relatos
políticos a gran escala. Pero también, y al mismo tiempo, es esa presencia que
nos acompaña, que comparte nuestra vida cotidiana, que nos pone en alerta, en
estado de indignación o de descreimiento, a fuerza de escándalos permanentes. Es esa presencia cercana, que nos proporciona
pantallas para ser leídas, y nos invita a ser uno más del “medio” y a
participar de la gran fiesta popular en la que cualquiera baila, cualquiera
canta, cualquiera opina de política, de economía, de crímenes. Es una maestra que
nos enseña cosas que ya sabíamos y nos toma exámenes fáciles, es un fiscal que
acusa a los indefendibles y es un juez que juzga instantáneamente. Es un
miembro más de la familia, desde siempre y para siempre. Un cocinero que nos prepara
platos que nunca podremos comer. Todo eso (y unas cuantas cosas más) es la
televisión.
Es precisamente ese carácter fluctuante y perpetuo del
dispositivo “televisión” el que la
hace tan “poderosa”. No sólo su posibilidad de manipular la información pública,
sino todo lo demás. Por eso, también, resulta tan difícil “meterse con la
televisión” (mejorarla, transformarla, democratizarla, moralizarla o el verbo que
cada uno prefiera): porque ella es una parte indisoluble de nuestra vida.
Porque hay una enorme mayoría de ciudadanos que la defiende y la defenderá tal
como es, y que tomará cualquier crítica de carácter social, político, moral o
estético como un ataque a la tele, a ese miembro
de la familia. La confusión, el
gran error que hemos cometido, a mi entender, es pensar que la “institución
televisiva” se constituye alrededor de los dueños de los grandes canales. No,
la televisión se recrea permanentemente en cada hogar con sus características
propias, porque es una institución que se superpone y se entrelaza con la familia.
El mismo Eco, cuando intenta pensar las soluciones posibles
a la encrucijada de los medios en el Siglo XX, acuña la metáfora “guerrilla comunicacional”, entendida
como una suma de pequeñas acciones, tal vez individuales, que pueden llevarse
adelante en el terreno comunicacional para intentar comprender, criticar o
resignificar el universo imaginario de la TV. Esto dice Eco:
“… Habrá que aplicar en
el futuro a la estrategia una solución de guerrilla. Es preciso ocupar, en
cualquier lugar del mundo, la primera silla ante cada aparato de televisión (y,
naturalmente, la silla del líder de grupo ante cada pantalla cinematográfica, cada
transistor, cada página de periódico). Si se prefiere una formulación menos
paradójica, diré: la batalla por la supervivencia del hombre como ser
responsable en la Era de la Comunicación no se gana en el lugar de donde parte
la comunicación sino en el lugar a donde llega”.
La lucha por una televisión mejor, entonces, habrá de
resolverse del lado del espectador y no tanto en el terreno de las empresas y
los canales. Y agrego: es necesario comprender que, entre esa pantalla y
nosotros, circula una multitud de sensaciones, imágenes, representaciones,
simulacros, juegos y negociaciones simbólicas. Y que todos ellos siguen
circulando cuando apagamos la televisión. Incluso cuando nos vamos de casa y
hablamos de cualquier otra cosa. Aún allí, la televisión sigue existiendo. Seguimos
en estado televisivo. Porque la televisión es otra cosa. Siempre es otra cosa.
Un televisor apagado es un objeto de la misma índole que
una heladera, un lavarropas, una computadora, o cualquier otro
“electrodoméstico”. Pero cuando la televisión está encendida ya es “otra cosa”,
y esta propiedad no la posee ninguna otra máquina doméstica. Porque la tele es
“signo”, es representación, es sentido
del mundo que pasa por allí y sigue su camino por el cuerpo social. Antes de
intentar cualquier cambio con ella, es fundamental entender, mínimamente (en la
medida en que puede ser entendido), “qué es ese aparato”.
La televisión, en suma, es como ese personaje del cuento de
Ray Bradbury que se llama “El marciano” (de su libro Crónicas marcianas). El marciano era un personaje que,
paradójicamente, terminó uniendo a toda la colonia humana en Marte, porque cada
uno veía en él un ser diferente, un rostro diferente, una historia diferente. Era
tantas cosas distintas y cada uno veía en él lo que necesitaba ver.
Bibliografía:
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[1] Umberto Eco: “Para una guerrilla semiológica”, en La
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