jueves, 22 de noviembre de 2018

La televisión no es lo que es (14)



14.-

La televisión manipula las noticias y coloniza nuestras mentes, pero eso ya lo sabíamos





“Y ante los ojos de todos, comenzó a transformarse.
Fue Tom, y James, y un tal Switchman, y un tal Butterfield; fue el alcalde del pueblo,
 y una muchacha, Judith; y un marido, William; y una esposa, Clarisse.
Como cera fundida, tomaba la forma de todos los pensamientos.
La gente gritó y se acercó a él, suplicando. Tom chilló, estirando las manos,
y el rostro se le deshizo muchas veces.”
(Ray Bradbury: El Marciano, en “Crónicas marcianas”)


De entre todas las cosas que podían decirse sobre la televisión, hemos dejado deliberadamente para el final que es una potente herramienta de dominación política. Es decir: la TV te manipula, te engaña, te oculta lo que no quiere mostrarte. Esto es así, indudablemente. Si no se ha tocado este tema hasta aquí es porque de esto se ha hablado mucho y se habla mucho. Y, por el contrario, hay muchos otros aspectos importantes del fenómeno televisivo de los que casi no se habla.
Nuestra televisión ha sido criticada duramente por políticos, intelectuales y militantes, por su poder para deformar la realidad. O, en todo caso, para construir “realidades” engañosas. Y ha sido defendida con argumentos inversos. Está claro que la tele se ha convertido en una máquina narrativa al servicio de la política y del poder. La televisión inventa noticias, las distorsiona, arma operaciones de “inteligencia” para lanzarse, coordinada y sistemáticamente, a construir un sentido común acorde con sus intereses. Y al mismo tiempo oculta o minimiza todas aquellas noticias que no quiere que circulen entre la población.
Es un hecho, entonces, que la tele está en el centro de la política argentina. Ya hemos visto como un programa de la televisión pública (“6, 7, 8”) se convirtió en consigna de campaña en las últimas elecciones presidenciales. Y que, una vez asumido el nuevo gobierno, ese programa fue levantado del aire como parte del cumplimiento de promesas de campaña. No es casual, tampoco, que una de las críticas hechas a Cristina Fernández de Kirchner durante su presidencia (también enarbolada como tema de campaña) fue acusarla de abuso de la “cadena nacional”. Es curioso que, en un país con tanta gente que mira televisión, se acuse a una presidente justamente de comunicarse por ese medio. Este no es un dato menor, porque esta acusación constituyó una de las claves de la derrota electoral.
También es un hecho indiscutible que el carácter oligopólico de nuestro sistema de producción y distribución televisiva (dentro del cual el Grupo Clarín ocupa un papel hegemónico) no favorece la democracia en la Argentina. Personalmente, me declaro a favor de la democratización de las comunicaciones y, por lo tanto, en contra de los monopolios u oligopolios. Y no sólo de los de la televisión, ya que las “industrias culturales” de la música o la literatura no son menos monopólicos que la televisión. Pero hay que entender que ésta es sólo una parte del problema.
Así veía la cuestión Umberto Eco, hace ya cuatro décadas:
 “…Hace mucho tiempo que para adueñarse del poder político en un país era suficiente controlar el ejército y la policía. Hoy, sólo en los países subdesarrollados los generales fascistas recurren todavía a los carros blindados para dar un golpe de estado. Basta que un país haya alcanzado un alto nivel de industrialización para que cambie por completo el panorama: el día siguiente a la caída de Kruschev fueron sustituidos los directores de Izvestia, de Pravda y de las cadenas de radio y televisión; ningún movimiento en el ejército. Hoy, un país pertenece a quien controla los medios de comunicación[1].”
Y sí, la televisión está en el centro del poder. En los últimos años se han acumulado muchos ejemplos en ese sentido. Pero insisto con algo: la televisión no es solamente eso. Y ésta es la razón del presente ensayo: la televisión es además varias otras cosas, y hay que considerarlas si se quiere modificar su modo de existencia y su funcionamiento en el seno de nuestra sociedad. Por supuesto que se trata de una gigantesca maquinaria de manipulación informativa, capaz de construir relatos políticos a gran escala. Pero también, y al mismo tiempo, es esa presencia que nos acompaña, que comparte nuestra vida cotidiana, que nos pone en alerta, en estado de indignación o de descreimiento, a fuerza de escándalos permanentes. Es esa presencia cercana, que nos proporciona pantallas para ser leídas, y nos invita a ser uno más del “medio” y a participar de la gran fiesta popular en la que cualquiera baila, cualquiera canta, cualquiera opina de política, de economía, de crímenes. Es una maestra que nos enseña cosas que ya sabíamos y nos toma exámenes fáciles, es un fiscal que acusa a los indefendibles y es un juez que juzga instantáneamente. Es un miembro más de la familia, desde siempre y para siempre. Un cocinero que nos prepara platos que nunca podremos comer. Todo eso (y unas cuantas cosas más) es la televisión.
Es precisamente ese carácter fluctuante y perpetuo del dispositivo “televisión” el que la hace tan “poderosa”. No sólo su posibilidad de manipular la información pública, sino todo lo demás. Por eso, también, resulta tan difícil “meterse con la televisión” (mejorarla, transformarla, democratizarla, moralizarla o el verbo que cada uno prefiera): porque ella es una parte indisoluble de nuestra vida. Porque hay una enorme mayoría de ciudadanos que la defiende y la defenderá tal como es, y que tomará cualquier crítica de carácter social, político, moral o estético como un ataque a la tele, a ese miembro de la familia. La confusión, el gran error que hemos cometido, a mi entender, es pensar que la “institución televisiva” se constituye alrededor de los dueños de los grandes canales. No, la televisión se recrea permanentemente en cada hogar con sus características propias, porque es una institución que se superpone y se entrelaza con la familia.
El mismo Eco, cuando intenta pensar las soluciones posibles a la encrucijada de los medios en el Siglo XX, acuña la metáfora “guerrilla comunicacional”, entendida como una suma de pequeñas acciones, tal vez individuales, que pueden llevarse adelante en el terreno comunicacional para intentar comprender, criticar o resignificar el universo imaginario de la TV. Esto dice Eco:
“… Habrá que aplicar en el futuro a la estrategia una solución de guerrilla. Es preciso ocupar, en cualquier lugar del mundo, la primera silla ante cada aparato de televisión (y, naturalmente, la silla del líder de grupo ante cada pantalla cinematográfica, cada transistor, cada página de periódico). Si se prefiere una formulación menos paradójica, diré: la batalla por la supervivencia del hombre como ser responsable en la Era de la Comunicación no se gana en el lugar de donde parte la comunicación sino en el lugar a donde llega”.  
La lucha por una televisión mejor, entonces, habrá de resolverse del lado del espectador y no tanto en el terreno de las empresas y los canales. Y agrego: es necesario comprender que, entre esa pantalla y nosotros, circula una multitud de sensaciones, imágenes, representaciones, simulacros, juegos y negociaciones simbólicas. Y que todos ellos siguen circulando cuando apagamos la televisión. Incluso cuando nos vamos de casa y hablamos de cualquier otra cosa. Aún allí, la televisión sigue existiendo. Seguimos en estado televisivo. Porque la televisión es otra cosa. Siempre es otra cosa.
Un televisor apagado es un objeto de la misma índole que una heladera, un lavarropas, una computadora, o cualquier otro “electrodoméstico”. Pero cuando la televisión está encendida ya es “otra cosa”, y esta propiedad no la posee ninguna otra máquina doméstica. Porque la tele es “signo”, es representación, es sentido del mundo que pasa por allí y sigue su camino por el cuerpo social. Antes de intentar cualquier cambio con ella, es fundamental entender, mínimamente (en la medida en que puede ser entendido), “qué es ese aparato”.
La televisión, en suma, es como ese personaje del cuento de Ray Bradbury que se llama “El marciano” (de su libro Crónicas marcianas). El marciano era un personaje que, paradójicamente, terminó uniendo a toda la colonia humana en Marte, porque cada uno veía en él un ser diferente, un rostro diferente, una historia diferente. Era tantas cosas distintas y cada uno veía en él lo que necesitaba ver.        






Bibliografía:

- Aguilar, Pilar: “Manual del espectador inteligente”, Ed. Fundamentos, Caracas, 2000
- Berardi, Mario: “La vida imaginada, cine argentino y vida cotidiana”, Ed. Del jilguero, Bs. As. 2006
- Berger, P. y Luckmann, T.: “La construcción social de la realidad”, Amorrortu, Buenos Aires, 1968.
- Bourdieu, Pierre: “La distinción, criterios y bases sociales del gusto”, Taurus, Madrid, 1988.
- Castoriadis, Cornelius: “La institución imaginaria de la sociedad”, Vol. I y II, Ed. Tusquets, Buenos Aires, 1999.
- Fuenzalida, Valerio: “Televisión abierta y audiencias en América Latina”, Norma, Bs. As., 2002.
- Jesús Martín Barbero: “Televisión y melodrama”. Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1992.
- Jesús-Barbero, Martín: “De los medios a las mediaciones”, Mass Media, México, 1987.
- Parret, Hernan: “De la semiótica a la estética: enunciación, sensación, pasiones”, Edicial, Buenos Aires, 1995.
- Saintout, Florencia y Natalia Ferrante (comp..): “¿Y la recepción?, Balance crítico de los estudios sobre el público”, La Crujía Ediciones, Buenos Aires, 2006.
- Silverstone, Roger: “Televisión y vida cotidiana”, Amorrortu, Buenos Aires, 1996.
- Zecchetto, Victorino: “Seis semiólogos en busca del lector”, La Crujía Ediciones, Buenos Aires, 2006. 


  




[1] Umberto Eco: “Para una guerrilla semiológica”, en La estrategia de la ilusión, Bs. As., De la flor, 1987.


miércoles, 7 de noviembre de 2018

La televisión no es lo que es (13)



13.-

La televisión de la televisión

           
El lenguaje cinematográfico funciona sobre la base de ocultarse a sí mismo. En el cine, cuando se apagan las luces de la sala y empieza la proyección de la película, nos deslizamos en un estado distinto de conciencia, en una realidad diferente que es la de la ficción. Para eso, es necesario que aceptemos y “creamos” que “eso que vemos” es algo que está sucediendo ahí frente a nuestros ojos. Es decir: estamos dispuestos a olvidar que nos encontramos sentados en la butaca del cine viendo una película. Es por eso que ningún actor mira a cámara en el cine, si mirara se rompería la ilusión. Y es por eso, también, que deben ocultarse del ojo de la cámara los micrófonos, luces, trípodes y demás accesorios, ya que de verse en la pantalla le recordarían al espectador que lo que está viendo es una película.
La televisión hace todo lo contrario: nos recuerda todo el tiempo que lo que estamos viendo es “televisión”. Los micrófonos no se ocultan. Al contrario: se muestran ostensiblemente, incluso recubiertos por capuchones y “cubos” que exhiben el logo del canal. En la TV todos miran a cámara, casi sin parar. La televisión no oculta que es televisión, no se borra a sí misma para mostrar el mundo como si éste “existiera por sí mismo”. Lo que hace, más bien, es desaparecer el mundo para mostrarse ella en su lugar.
            Al “desaparecer el mundo”, proliferan los programas de televisión que muestran el mundo de la televisión. Esto es lo que se llama un “discurso meta-televisivo” (la tv hablando de la tv). Por las tardes, por ejemplo, están los programas de “chimentos”, que hacen referencia a personajes propios del universo televisivo. Son los llamados “mediáticos”. Hay acá una gran paradoja: la TV hace famosas a personas cuyo único mérito consiste en hacerse famosos. A este grupo se van sumando, a veces a los empujones, otras figuras provenientes de actividades diversas (médicos, abogados, exfutbolistas, políticos, actores, cantantes, bailarinas, esposas de futbolistas y un largo etcétera).  
            Los noticieros y programas periodísticos (que son, digamos, los géneros “informativos”) se contaminan también de esta oleada “meta-televisiva”. Empezando por las críticas de “estrenos televisivos”, o las notas sobre los resultados de las mediciones de “rating”, que suelen ser intervenciones auto-referenciales disfrazadas de noticias. Lo mismo puede decirse de cualquier cosa que hagan los “mediáticos” (o cualquier cosa que les hagan a los mediáticos). Por ejemplo: peleas, escándalos, engaños, difamaciones, abusos, embarazos, noviazgos, separaciones, firma de contratos, ruptura de contratos, internaciones urgentes, crisis de nervios, entre otras, que pasan a convertirse en “noticias del espectáculo”.
Algunos programas periodísticos o “de actualidad” se apoyan en una delgada capa de “realidad” para desplegar, desde allí, una interminable secuencia de “debates”, opiniones e interpretaciones. En ellos proliferan los “expertos” de todo tipo: psicólogos, abogados, forenses, ex policías, y toda una nutrida galería de “personajes”. En el tratamiento de los casos policiales, cuando todavía hay muy poca información para decir o mostrar, la TV despliega sin embargo todo un arsenal de recursos para atrapar al espectador. Un buen ejemplo de esto es el del “caso Ángela”, una chica que apareció muerta en un basural, en el año 2013. Desde los primeros días, la televisión empezó a emitir las imágenes (de baja calidad) de las cámaras de seguridad de la cuadra, en las que apenas podía verse, durante unos segundos, a una muchacha caminando que probablemente era ella. Se presumía que eran las últimas imágenes de Ángeles con vida. Y bien: hemos visto esas breves imágenes decenas, centenares de veces, durante semanas y quizás incluso meses, alternadas con paneles de “expertos” en cuestiones criminales, y entrevistas a todos los “involucrados”: la madre, el hermanastro, amigas, el encargado del edificio (un tal “Mangieri”, que finalmente fue declarado culpable del asesinato), el primo y la esposa del encargado y unos cuantos más. Un canal emitió, incluso, una entrevista al peluquero de la cuadra, quien declaró a las cámaras que Mangieri se cortaba el cabello en su local, y que “parecía una persona normal”. En definitiva: una inmensa oleada de interpretaciones y comentarios más o menos infundados, apoyados sobre una delgada capa de “realidad”.
            Pero, tal vez, el programa meta-televisivo que más ha dado que hablar en nuestro país ha sido “6, 7, 8”, emitido por la televisión pública hasta finales del gobierno de Cristina Fernández, y sacado del aire después de la asunción del presidente Mauricio Macri. Fue un programa “polémico” (palabra que le gusta mucho a la televisión) a tal punto que llegó a tener nutridos grupos de seguidores en las redes sociales, que además de mirar el programa promovían movilizaciones y encuentros de espectadores “auto-convocados”, que llegaron a reunir a decenas de miles de personas. Y también, desde la oposición política de la época, el programa recibió críticas explícitas que lo acusaban de promover cierta violencia sobre los opositores políticos y, específicamente, de agredir a algunos periodistas “que no piensan como ellos”. Los dos bandos que Umberto Eco llamó “apocalípticos” e “integrados” se actualizaron en torno al programa “6, 7, 8”, con renovados atributos. Los detractores se lamentaban de que hubiera, en la televisión pública, un programa “pagado con dinero de los contribuyentes” para “hacer política militante”, en tanto que los defensores celebraban que hubiera un espacio en la televisión para poder decir “todo lo que los monopolios que manejan la comunicación” ocultan y callan.  
En rigor de verdad, ni fans ni opositores estaban en lo cierto, ya que el programa 6, 7, 8 no hablaba de la realidad, sino que hablaba de la televisión (y de los medios en general). En el marco de la lucha contra los monopolios de la comunicación en la Argentina (particularmente el grupo Clarín) y de la defensa de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, la producción del programa le imprimió siempre un fuerte tono crítico y político, pero el programa no hablaba de la realidad, hablaba del tratamiento que los medios le daban a la realidad.
La estructura del programa era más o menos así:
1.- Se presentaban extensos informes que mostraban, básicamente, fragmentos de otros programas de televisión, e incluso páginas de diarios, revistas o libros que además eran leídas por un locutor. O sea: se releía lo que otros medios decían sobre la realidad, o lo que ciertos personajes de la política decían sobre la realidad en otros medios. Fueron contadas las ocasiones en las que la producción sacó una cámara a la calle para capturar “imágenes del mundo”.     
2.- Después de cada informe, el grupo de panelistas estables (y eventualmente un invitado) comentaban extensamente lo visto, por supuesto que desde una perspectiva política y cultural bien definida.
En el fondo, esta estructura de programa no se diferencia mucho, en lo formal, de la de tantos programas de “chimentos” sobre el mundo del espectáculo. La diferencia, obviamente, está en el carácter fuertemente crítico que 6,7,8 desplegaba, algo que los programas del espectáculo no hacen. Porque 6,7,8 revisa el discurso televisivo para desarmar o “deconstruir” los modos de acción de la política en los medios, y los programas de chimentos “revisitan” la programación televisiva para seguir prolongando, en la medida de lo posible, su capacidad de “escandalizar” al espectador.
En el fondo, lo que hizo 6,7,8 fue (por primera vez en la televisión argentina) un trabajo de análisis del discurso “en vivo”. Bien visto, se trató de una actividad más “académica” que informativa. Los temas, noticias y “reflexiones” que los medios publicaban en la semana eran revisitados, puestos a la discusión de los panelistas, comentados, analizados, criticados, contrastados. Al menos en ese sentido, debería ser recordado por sus “fans” y sus detractores como un programa realmente innovador, una propuesta que pretendió configurar un nuevo “tipo de espectador”, menos ingenuo y más atento a las modalidades de los discursos que se les ofrecen desde la pantalla.  
Desde tiempos inmemoriales, el mundo del espectáculo es inseparable de la crítica. Ya el teatro griego, fundante de todos los espectáculos, tuvo como crítico “meta-teatral” nada menos que a Aristóteles. Pero en los tiempos que corren, por lo que parece, el espectáculo televisivo sólo acepta aplausos. Y cuando desde dentro de la televisión se critica a algún periodista, comunicador, actor o “mediático” (y ni que hablar si se trata del dueño de un canal) esto no es aceptado. Peor aún: es visto como “una agresión a los que piensan diferente”.



jueves, 1 de noviembre de 2018

La televisión no es lo que es (12)


12.-
Exámenes  


El ciclo Bailando por un sueño, además de poner en escena la ficción de que “todos podemos ser artistas”, tiene una forma que presenta interesantes derivaciones. En el fondo, se trata de una “mesa de examen” frente a la cual los artistas tienen que presentarse.  Por momentos, el show deja en manos del público la decisión acerca de cuáles participantes deben continuar en carrera y cuáles no. Son los momentos “democráticos” del Bailando, en los que los espectadores tienen la posibilidad de votar telefónicamente y decidir así la suerte de la competencia. Pero hay también un “jurado”, que se presenta como “especializado” en cuestiones del espectáculo.  O, mejor dicho, lo que hay es la puesta en escena de un jurado en acción, de una mesa examinadora que critica con dureza los errores de los participantes, aplaude los aciertos y califica a cada uno con un número del uno al diez. Los números no se asientan en un “acta”, sino que son mostrados al público enarbolando unas tarjetas.
El jurado, como dijimos, está formado por personas “que saben” (dicho esto en términos televisivos y no académicos). Son “triunfadores”, son famosos, son “las caras de la tele” desde hace mucho tiempo, y eso los legitima, les da prestigio, los habilita a evaluar y calificar. El conductor, a lo largo del programa, no opina sobre los desempeños artísticos de los participantes, no se involucra en las “evaluaciones” (más allá de algunos gestos y guiños pícaros que lo caracterizan). En general, entonces, los escándalos y “conflictos” que aparecen quedan en manos del jurado. Porque se gana o se pierde de acuerdo a las calificaciones del jurado. Y el premio que se ofrece, programa a programa, es el mejor que la televisión puede otorgar: nada menos que la posibilidad de seguir estando en la tele.
Más allá de los criterios adoptados por los jurados a la hora de calificar (que suelen ser tan eclécticos como arbitrarios), quisiera poner el foco en el carácter de la situación misma que se configura acá: la situación de “tomar examen”. Se trata, por supuesto, de una representación, una puesta en escena, la dramatización de una situación de examen que, si bien es bastante “standard”, resulta al mismo tiempo muy particular. Porque se trata de un “examen” que no requiere ningún “estudio” previo. Los participantes se presentan a la prueba sin necesidad de antecedentes, de capacitación, de formación artística. A lo sumo, pueden garantizar cierto estado físico para intentar bailar y moverse en el escenario, aunque no siempre. Han recibido el “acompañamiento” de un “coach” y han “ensayado” durante un par de semanas, antes de presentarse en el estudio, para bailar frente al jurado de notables. Por lo general, de trata de personas que no tienen mayor experiencia previa ni formación en aquello en lo que serán examinadas. Es, si se quiere, un falso examen, una mesa de profesores “expertos” que les dirán (a bailarines que no son bailarines) que su nota es un siete, un ocho, un diez, un dos. Es, dicho de otra forma, la representación de un premio a la mediocridad. De un premio que se le da a alguien por ser lo que ya era. Ningún examen es así en la vida real.
Digamos que sólo un espectador que no ha pasado nunca por las mesas de examen (por ejemplo en la universidad) puede creer que así son los exámenes. Es decir: no es verdad que los que toman examen califican lo que quieren, como quieren y con los criterios que se les ocurren. Que a la hora de poner una nota tienen la prerrogativa de exhibir y humillar públicamente al alumno que no ha cumplido con la prueba, o de alabarlo delante de sus compañeros, también a la vista de todos. Porque en los exámenes reales (se supone) el examinado no compite contra sus compañeros sino en todo caso consigo mismo. Lo que vemos en estos programas es, también, una parodia distorsionada de lo que significa triunfar, consagrarse, ser “aprobado” por el tribunal de “los que más saben”. Aunque ellos, los que califican (los miembros del jurado y también el conductor del ciclo), tampoco hayan tenido que ser examinados alguna vez para certificar sus competencias y habilidades “televisivas”.
La misma figura se repite en varios otros programas. Por ejemplo, en programas de preguntas y respuestas, y en otras competencias para ganar premios. En los primeros hay participantes (que pueden ser personas comunes o también personajes conocidos de la televisión), a quienes se les hacen preguntas lo suficientemente sencillas como para que el espectador pueda contestarlas en su casa. (En los programas de competencias y juegos “físicos”, el proceso es similar: tampoco es necesario ahí tener una especial preparación gimnástica ni un óptimo estado corporal para participar y ganar).
Los “temas” de las preguntas pueden ser muchos, pero estarían dentro de la amplísima categoría de “cultura general”. Otras veces, los temas remiten a historias, situaciones o chimentos vinculados al mismo universo televisivo. Habitualmente, se trata de preguntas que cualquier espectador tiene capacidad de responder desde su casa, y recién se hacen más “difíciles” cuando se acercan las instancias finales de los concursos. Es decir, cuando los premios que se ofrecen empiezan a ser más importantes. Y en todos los casos (preguntas “fáciles” o “difíciles”), contestar correctamente o no parece depender casi exclusivamente de una cuestión de memoria. No deja de ser una paradoja: la televisión, que promueve el olvido a cada paso, premia en sus concursos la buena memoria.