viernes, 17 de agosto de 2018

La televisión no es lo que es (6)



6.-

Justicia en vivo y en directo



            La TV ha inventado un nuevo género o modo de representación, que podríamos llamar el “simulacro judicial”. En esta nueva modalidad, los crímenes no son investigados y resueltos por jueces, sino por la misma televisión, a la luz pública, según las prerrogativas del sentido común y en tiempo record. Y no se trata solamente de un género o formato de programa: es en realidad una lógica que puede aparecer en distintos momentos de la grilla televisiva.
Hace unos años, el periodista Santo Biasatti (Canal 13) conducía un segmento del noticiero en el que se lo mostraba recorriendo distintos barrios, en busca de quejas y demandas de los vecinos. En cada emisión, ocupando el rol de “fiscal del pueblo”, Biasatti hablaba a cámara y hacía reclamos a las autoridades correspondientes. Y, muchas veces, esas autoridades se presentaban luego en el canal para explicar cómo habían solucionado el problema en cuestión. Es decir: un periodista de televisión se ubica en el lugar de representante de las demandas de la población y, además, los reclamos se “tramitan” directamente por vía televisiva.
Ya es algo habitual que los casos policiales más notorios permanezcan ocupando las pantallas durante meses, con la participación de abogados, forenses, jueces, ex jueces, fiscales, ex fiscales, testigos, familiares de las víctimas, peritos y expertos de toda clase. La televisión, en todos los casos, se ofrece como el escenario y la institución capaz de resolver rápidamente los crímenes. En varios de estos programas, además de proponerse una resolución simple y rápida, se aprovecha de paso para criticar al Poder Judicial por su lentitud. Y a la Policía porque “los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra”.
Entre las nuevas atribuciones “judiciales” que los canales de televisión se arrogan (no es necesario aclararlo) están los procesos a dirigentes políticos, que muchas veces comienzan en la tele y de ahí pasan después a tribunales. Está claro que, en estos casos, se trata de maniobras directamente políticas, y entonces el desarrollo de los “casos” puede demorarse, dilatarse, o acelerarse de pronto, en sintonía con los tiempos políticos.
En todas sus variantes, la “justicia televisiva” tiene una característica común: se imparte siempre con la misma celeridad, desconocimiento y torpeza con que lo haría un “ciudadano medio” sin ningún conocimiento de derecho. La justicia televisiva es la “traducción” al lenguaje de la vida cotidiana de los principios del derecho, y ofrece una resolución de los conflictos judiciales a la mano de cualquier vecino. Esa es la retórica que se pone en juego en estos discursos televisivos, ya sea que se presenten como documentales de investigación, informes especiales, intervenciones de periodistas especializados en temas policiales o panelistas de cualquier tipo y color.
Pero en la TV, ya lo sabemos, realidad y ficción se entremezclan permanentemente, dando lugar a una curiosa galería de personajes. Por ejemplo: los “abogados mediáticos”, que a veces son los defensores de alguien (en Tribunales), y otras veces simplemente panelistas invitados para dar su opinión “profesional” sobre los casos judiciales del momento. Estos personajes suelen integrarse al medio y terminan protagonizando, también ellos, romances mediáticos y escándalos televisivos. Los “abogados mediáticos”, hay que decirlo, navegan a media agua entre el mundo del derecho y el del espectáculo, entre la realidad y la ficción. En ese sentido, quiero traer a la memoria un programa inclasificable, conducido por el Dr. Mauricio D´Alessandro en el año 2002. El programa se llamaba “La corte”, y parecía una parodia de los “programas serios” de casos judiciales, aunque también admitía otras lecturas por parte de los espectadores, que bien podían tomarse el programa en serio. Después de todo, tampoco los “programas serios” presentan argumentaciones lógicas ni fundamentaciones profundas sobre los temas que abordan. Digamos que más bien se caracterizan por la generación de “escándalos”, eso que tan bien le sale a la televisión.
En La corte se ponía en escena un simulacro de “juicio oral” (a la manera de las películas o series americanas sobre juicios), donde se iban ventilando distintas situaciones conflictivas, tomadas de la vida cotidiana. En general, se trataba de conflictos internos de una pareja o familia, o de conflictos entre vecinos.  En el final, la resolución del caso llegaba de la mano de una “sentencia” dictada por el “juez-conductor” D´Alessandro. Con el tiempo (como pasa casi siempre con la tele) el programa empezó a mostrar situaciones cada vez más absurdas y grotescas. Resumo a continuación la síntesis de los que se trató en un programa, para los que nunca lo han visto:
Se presenta el caso de un hombre que, reconociendo que era muy feo, acusa a su propia madre por eso. El joven, llamado “Javier”, manifiesta en un momento de su exposición que en su casa no había espejos porque “terminaba rompiéndolos”.   
La secuencia del “juicio” continua más o menos así:
            Declara la madre y dice que el hijo fue despedido de su trabajo por ser feo
Declara como testigo una tal “Alejandra”, quien culpa a Javier de haber asustado a sus hijos.
El “juez” expresa que el caso comienza a "complicarse", poniendo en duda la salud mental de los presentes.
Declara “Juan”, un segundo testigo, y dice que como ex jefe de Javier lo acusa de tener trastornos psicológicos y además de ser "feo". El juez ordena que se siente.
Javier aclara que antes ha tenido otros trabajos y que su madre lo ayuda económicamente. Y que él, a pesar del tratamiento con psicólogos, sigue considerándose “feo”. El juez le aconseja cortarse el pelo y le pregunta si su madre le leía el cuento de "Patito feo".
Javier le pide a su madre que le devuelva el dinero que pagó a su psicólogo.
            El juez dicta “sentencia”: Javier es “condenado” a buscar trabajo, su fealdad no es excusa para no trabajar.
            Podría mencionar otras situaciones tan disparatadas como ésta en los “juicios” de La corte, pero para muestra basta un botón. De hecho, cada tanto aparece algún intento de remedar esa particular manera de representar “la justicia en acción”, poniendo en escena simulacros más o menos verosímiles, y dando por sentado siempre que la televisión lo hace mejor y más rápido que el sistema judicial.

            El Dr. Mauricio D´Alessandro, por su parte, se alejó un tiempo de la televisión porque fue electo Diputado de la Provincia de Buenos Aires. Luego regresó como panelista en temas judiciales o de cualquier otro tipo.   


jueves, 9 de agosto de 2018

La televisión no es lo que es (5)


5.-
Escándalos





¿Qué vende la televisión?
La televisión no vende información. Tampoco entretenimiento. Esas cosas las regala, igual que sus promesas de compañía agradable y permanente.
Lo que la televisión vende son miradas. Miradas de televidentes. Y se las vende, básicamente, a sus anunciantes. Por eso en la TV abundan los “escándalos”: porque los canales necesitan atraer miradas para poder venderlas.  
El rating es un mecanismo, si bien limitado y carente de fundamento metodológico, que les permite sin embargo a los canales establecer y certificar el precio de estas miradas. Dicho de un modo más concreto: el rating le permite a un canal presentarle a sus clientes el precio de un segundo al aire, en función de la “cantidad de miradas” que ese segundo tendría.  
Ahora bien: en su empeño por capturar más y más miradas, la televisión se ve forzada a gritar, gesticular, zapatear, bailar, desnudarse y exagerar todo tipo de señales para que el espectador no se le escape. En esa dinámica, exacerbada por la competencia entre canales, los límites se corren día a día. Como el espectador va subiendo su umbral de acostumbramiento a lo que ve y lo que oye, entonces la TV sube el nivel de sus “escándalos”. Lo que ayer escandalizaba hoy es moneda corriente, así que hay que ir más allá, correr un poco el límite de lo que se muestra, hay que “ser transgresores”. Mientras sean los anunciantes los que marquen las pautas de financiamiento del medio, los “escándalos” seguirán siendo el pan de cada día en la pantalla.  
Por si fuera poco, un buen escándalo es también un buen negocio para los canales, porque les permite sostener horas de programación con muy poco. Alcanza un mínimo elemento material (un video, un audio, una foto, una declaración, un secreto revelado, un chisme). A lo sumo, se agregan los comentarios interminables de cuatro o cinco personas sobre el tema (panelistas, expertos, involucrados en el hecho, parientes de los involucrados, abogados, médicos, etc.). Estas personas no necesitan tener conocimientos especiales sobre el tema o situación a los que se refieren, pero sí una probada capacidad de escandalizarse y escandalizar al público.
El escándalo pertenece al reino de la evidencia: no necesita ni acepta explicación racional alguna. Un escándalo sólo puede ser expuesto y tendrá que explicarse por sí mismo. O no explicarse nunca. Se trata del fruto más concentrado del sentido común televisivo: aquella persona que se anime a no escandalizarse frente a la “evidencia” de un escándalo (ya se trate de un conductor televisivo, un panelista, un invitado o un simple espectador) será expulsado de la “sociedad de los normales”. Y la misma televisión se encargará de hacerlo público. De ese modo, el espectáculo se alimenta de sí mismo: la televisión despliega escándalos, y quien no sepa escandalizarse aparecerá a su vez como escandaloso.
En algunos momentos, abundan los escándalos políticos. Claro que esta modalidad (que no solamente aparece en Argentina) suele tener origen en las propias estrategias políticas definidas e implementadas por los dueños de los canales. Hay que entender que muchos canales son, además de un negocio, fundamentalmente una plataforma de acción política (y ése debería el verdadero motivo de escándalo). Pasados los períodos electorales y los momentos políticamente intensos, cuando las maquinarias televisivas de presión y extorsión política se llaman a cierto descanso, la televisión se conforma con su propia y tradicional galería de escándalos “mediáticos” (engaños de pareja, estafas, pasados oscuros, cámaras ocultas, abusos de menores, etc.).
La “política del escándalo” es inseparable de la actual etapa de desarrollo de la industria televisiva, ya que se sostiene sobre su propia dinámica: la TV sale en busca de miradas, siempre, cada vez más con más energía. Como esta dinámica no tiene frenos, se expande discursivamente, se ve obligada a ampliar permanentemente los límites de lo decible, hasta un límite que puede resultar socialmente peligroso. Quiero decir: un escándalo es capaz de devorarse a los mayores “escandalizadores” de la pantalla. Nadie sale indemne de esa maquinaria perversa, de ese reino del escándalo perpetuo y creciente.
   Una vez puesta en marcha, esta máquina ya no se detiene. Y se alimentará de lo que tenga a mano. Porque eso es la televisión: una empresa que vende a sus clientes (los anunciantes) millones de ojos ansiosos de ver más. Cada vez más. Siempre más.

viernes, 3 de agosto de 2018

La televisión no es lo que es (4)


4.-

Familiaridad



           

           
La relación de la TV con sus espectadores está impregnada, en varios sentidos, de un fuerte factor de “familiaridad”. El mundo televisivo (a diferencia del cinematográfico) es el mundo de lo cercano, lo conocido, lo cotidiano.
La mayoría de los espectadores de hoy casi no han conocido “un mundo sin televisión”: ella siempre estuvo ahí, desde que nacimos, en un lugar importante de la casa, en los momentos buenos y en los malos, compartiendo nuestras vidas. Cualquiera puede hacer esta sencilla prueba: rememoremos algún hecho significativo del pasado. Y, muy probablemente, ese recuerdo vendrá asociado a la “tele” de algún modo (qué programa estaban dando en ese momento, dónde lo estábamos mirando, con quién, etc.). En mi caso personal, mantengo un vívido recuerdo del momento en que el hombre llegó a la luna. Lo vi en una tele blanco y negro, por supuesto, y me acuerdo no sólo de las imágenes de los astronautas, sino también del sillón en el que estaba sentado y de cómo era esa habitación de mi casa por aquella época. Quiero decir: me acuerdo bien de esa habitación, pero en relación con ese momento. O con otros momentos “televisivos” (como el gol del Chango Cárdenas con el que Racing se convirtió en el primer equipo argentino campeón mundial de clubes, y eso que no soy hincha de Racing). Recuerdo también las escenas del “Cordobazo” que transmitió la TV en 1969:  imágenes del pueblo peleando en las calles que todavía evoco “como si las estuviera viendo”.
El 19 de diciembre de 2001, después de haber tomado examen hasta tarde en la universidad, llegué a mi casa y encendí la tele, más que nada por costumbre. Hasta que en un momento apareció el presidente De la Rúa hablando a la población, anunciando el estado de sitio. Hacía calor y por las ventanas abiertas se oía el ruido de las primeras cacerolas. Así fue que salimos a la calle, nos fuimos juntando con otros vecinos en las esquinas y caminamos una cantidad incontable de cuadras rumbo al centro, mezclados en una multitud que pedía “que se vayan todos”. De todo eso me acuerdo perfectamente. Y también me acuerdo de haber entrado a un bar en busca de un baño, y de haber visto a un apretado grupo de personas atrapadas por el magnetismo de la televisión encendida en un rincón. Y del súbito estallido de euforia cuando la pantalla anunció, en letras catástrofe, que el ministro Cavallo había renunciado. Esa es la forma que tiene mi recuerdo de ese día: empieza y termina con un televisor encendido. 
Este entrelazamiento del medio televisivo con nuestras vidas adopta diversas formas para construir, inevitablemente, lazos de “familiaridad”. La presencia permanente del televisor en el living o en otras habitaciones lo han transformado en “un miembro más de la familia”. En la pantalla abundan las ceremonias de la vida familiar (empezando por desayunos, almuerzos y cenas). En los programas de la mañana “se come” medialunas y “se toma” café, y al mediodía los cocineros preparan el almuerzo con alegría y fervor. Para no hablar de los “tradicionales” almuerzos y cenas con “la señora Mirtha Legrand”. Como siempre sucede, el círculo familiar tiende a defenderse de los avatares del mundo exterior, y por eso estos modos televisivos de intervención en lo cotidiano no se suspenden ni en épocas de crisis. Pase lo que pase en el mundo real, en la tele “se come”. Se cocina y se come, y siempre en un clima de alegría.  
Al mismo tiempo, por si fuera poco, la misma TV se encarga de ofrecernos (día a día y en varios programas), sus consejos sobre la manera más “económica” de comprar. Como una abuela experimentada y que ya ha pasado por otras crisis y momentos complicados, la tele nos pasea por carnicerías, verdulerías, mercados y panaderías que ofrecen rebajas circunstanciales, y nos consuela entrevistando a gente común que confiesa que (como nos pasa a nosotros) el sueldo no le alcanza hasta fin de mes.               
La TV reina sobre la esfera de lo cotidiano, que es la de “todos los días”. La “esfera de lo cotidiano” (un concepto complejo que la sociología ha tratado de definir) es ese ámbito que experimentamos y compartimos “en familia”, “entre amigos”, “en el trabajo”, “con un amor”. Agnes Heller[1] dice que es en ese espacio donde las personas “constituimos el mun­do”, donde le asignamos un sentido. Es en ese “territorio de lo cotidiano” donde adquirimos los primeros y elementales aprendizajes: usar el lenguaje, “manipular las cosas”, relacionarnos con los demás. Porque la vida cotidiana no está hecha de “cosas”, sino básicamente de significados: valores, roles sociales, modelos, tipos de relaciones y comportamientos. El semiólogo Hernan Parret afirma que “… vivimos nuestra vida cotidiana como un relato y las temporalida­des de lo cotidiano como el tiempo de un relato[2]. Esto significa que lo que “vivimos” cotidianamente sólo tendrá sentido cuando de algún modo lo podamos contar. Un “amor”, por ejemplo, sólo existe realmente cuando se lo puede relatar.  
El cine argentino de los años 40 y 50 ha sido pródigo en este tipo de relatos, que brindaban al espectador no sólo entretenimiento sino además maneras posibles de “entrar en el mundo” (en el trabajo, en la familia, en el tiempo libre).  Era, de algún modo, un cine pedagógico, ya que enseñaba los modos “correctos” de vivir. En estas películas la sociedad se puso en escena, se mostró, y desplegó además los sentidos deseables de la vida: el trabajo honesto, el amor sentimental, el triunfo de la familia. Estas figuras recurrentes dejaron sus marcas en el territorio simbólico, y a la vez funcionaron como “instrucciones” para poder enlazar la pequeña vida fami­liar de cada uno con las normas de la vida social.
Con la llegada y la popularización de la TV, las cosas fueron bastante más allá. Porque la televisión no se conformó con relatar lo cotidiano, sino que además se animó a construirlo, a mantenerlo vivo día tras día. Porque la televisión construye la cotidianeidad, lo hace en nuestra propia casa, y lo hace “en tiempo real”, delante de nuestros ojos y “junto” a nosotros.
La televisión es la vida cotidiana.
Nada de lo cotidiano queda fuera de ella: desde que nos despertamos hasta que nos dormimos (y a veces nos dormimos con el televisor prendido) no deja ni por un instante de “estar cerca”. Si algo sucede nos avisa de inmediato. Comenta sin cesar “lo que es necesario saber”. Nos habla en “nuestro idioma” y con “familiaridad”.
            El tiempo televisivo encaja a la perfección en el tiempo de lo cotidiano: es un tiempo repetitivo y circular, muy distinto al tiempo “calendario” de la “Historia” que avanza hacia un futuro. En la TV, como en la vida cotidiana, los días se suceden siempre iguales a sí mismos. La televisión no tiene Historia, ella misma borra enseguida la memoria de lo que muestra, y entonces todo vuelve a suceder una y otra vez. Y también: las historias nunca llegan a un desenlace, las series se alargan y se estiran y se continúan, y la fragmentación de los relatos hacen que uno ya no espere encontrar un sentido fuerte en lo que ve.
Las rutinas de la grilla televisiva se confunden con las otras rutinas familiares, y la vida en familia se organiza atendiendo también a la programación televisiva. En la pantalla ya no hay nada extraordinario, no hay nada excepcional, no hay aventuras que se desbordan de lo cotidiano (como en el cine). La televisión pone en escena, todos los días, “lo de todos los días”. Escenas “insignificantes”, fragmentadas, conocidas. La televisión se parece a una vecina que nos habla sobre todos los temas, aunque no sepa mucho sobre ninguno. Y que no se calla nunca.






[1] Agnes Heller: Historia y vida cotidiana, Grijalbo, Mexi­co, 1985.
[2] (Parret, Hernan: De la semiótica a la estética: enunciación, sensación, pasiones, Edicial, Buenos Aires, 1995. pág. 131).