martes, 18 de septiembre de 2018

La televisión no es lo que es (9)




9.-

Leer la televisión


El discurso televisivo es un entramado de distintos sistemas significantes: la palabra, la imagen, la música, el montaje, entre otros. El cine “mudo”, hace más de un siglo, había aprendido (no sin esfuerzo) a contar historias utilizando solo una sucesión de imágenes en blanco y negro. Para el espectador, ya en aquellas épocas, “leer la pantalla” era intentar comprender lo que las imágenes mostraban y captar el sentido que las secuencias proponían. Los intertítulos (carteles con textos escritos que se intercalaban entre imágenes) ayudaban al brindar información sobre los personajes, las situaciones o las modalidades temporales, información que la imagen no podía dar. A pesar de estas “limitaciones” (o gracias a ellas), durante el período “mudo” se han producido decenas de obras maestras.
Después, con la llegada del “sonoro”, el cine se fue olvidando de estos aprendizajes, y las palabras pasaron a ocupar en las películas un lugar que antes no tenían (los diálogos, las voces en off, los subtítulos). “Leer la pantalla” se fue transformando con los años en superponer y entrelazar otros códigos a aquel primer código aprendido desde el “cine mudo”. Algunas acciones se explicaban por sí mismos” a través de las secuencias de imágenes, pero ahora además se podían escuchar las voces. En ese movimiento, el cine ganó en precisión comunicativa pero se hizo más redundante, más “realista”, menos “libre” desde el punto de vista artístico.
La palabra “leer” se usa, en semiótica, para designar la capacidad de decodificar, de interpretar, de comprender. No sólo leemos las palabras escritas, también “leemos” los gestos, las imágenes, la música, y otros tipos de signos. “Mirar una película”, por ejemplo, leer varios “lenguajes” al mismo tiempo (y también leer las interrelaciones entre ellos, ya que no siempre el sonido repite lo que la imagen muestra). Ver una película parece algo simple, pero es una experiencia semiótica compleja.
¿Y qué pasa con la TV? ¿Qué nuevos códigos o nuevas maneras de leer ha permitido? En la práctica, el medio televisivo se ha ido inclinando cada vez más hacia el terreno del sonido, en detrimento de la imagen. Se diría que la TV es cada vez más un medio para escuchar que para ver. Esto se relaciona con la “situación” de recepción: se mira televisión en casa, mientras se hace otra cosa, con una atención casi siempre difusa, en horarios que muchas veces no son los del “tiempo libre”. Y los productores y realizadores saben que sus espectadores no están concentrados en la imagen como pueden estarlo los espectadores de cine.
Al mismo tiempo, la pantalla televisiva se llena cada vez más de información y entonces incorpora recursos provenientes de la gráfica. “zócalos”, texturas, animaciones, variedad de tipografías, tratamiento de la imagen en collages, etc. La pantalla de televisión, desde el punto de vista estético, se parece cada vez más a la pantalla de la computadora, al “llenarse” de letras, dibujos, esquemas y modos de diseño que “tapan”, fragmentan o multiplican la imagen “tomada por la cámara”. La pantalla de TV es, hoy, más una pantalla “gráfica” que “cinematográfica”.
La “imagen del mundo tal como es” (“televisión” significa “ver desde lejos”) queda oculta bajo una densa capa de títulos, subtítulos, avances, textos, pasantes, cuadros, imágenes dentro de la imagen, ventanas, efectos, tramas, zócalos, animaciones. La información visual que se ofrece es múltiple y compleja, y puede ser leída en simultaneidad o como secuencia de informaciones distintas. De modo que la televisión es cada vez más una pantalla para leer, en el sentido más estricto y escolar del término.  

Muy atrás han quedado aquellos días de 1990, cuando el director de cine Federico Fellini llevaba a los tribunales italianos su demanda en favor de que se respetara la “integridad” de las obras cinematográficas al ser emitidas por televisión. Lo que Fellini reclamaba (en lo que habría de ser una larga y polémica cruzada personal) era que los canales no “intervinieran” en absoluto sobre la una película cuando era transmitida por televisión. Para Fellini, una película era una obra de arte que no debía ser “ensuciada” en la pantalla con superposiciones que informan la hora, la temperatura, el logo del canal o cualquier otro elemento visual ajeno. Y tampoco aceptaba que una la película se “corte” para emitir publicidad.
Claro que Fellini perdió la batalla, y los canales privados de televisión (como los de Silvio Berlusconi) tuvieron posibilidad de pasar publicidad interrumpiendo la transmisión de películas y, además, obtuvieron permiso para “realizar transmisiones en directo” (algo que antes no podían hacer). Y aquella “ventana por la que se ve el mundo” se ha ido llenando, poco a poco, de adornos, calcomanías, cortinas, colgantes y todo lo que allí se pueda colgar. Es decir: el “mundo real” que la TV nos muestra, lo muestra lleno de etiquetas. Las imágenes podrán ser “reales” pero (del mismo modo que en los diarios y revistas), los “títulos” que interpretan esas imágenes los pone siempre el medio.

Así es como se genera una serie de lugares comunes, que luego se usarán hasta el hartazgo para poder cobijar, bajo un mismo “título”, a ciertos “fragmentos de realidad”. Por ejemplo: bajo el título “inseguridad”, la televisión agrupa un determinado tipo de hechos delictivos: robos, asesinatos, secuestros, violaciones. Pero, al mismo tiempo, el título deja afuera a otros hechos: estafas, femicidios o asesinatos intrafamiliares. Digamos, de paso, que en la República Argentina los índices más altos de muertes violentas corresponden a los accidentes de tránsito, pero, sin embargo, para los tituladores de la TV eso no es “inseguridad”.   
Este título general incluye otros lugares comunes: “los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra”, “los delincuentes libres y nosotros tras las rejas de las casas”, “la gente está cansada de tanta inseguridad y nadie hace nada” y demás. Es decir, una serie de generalidades que son de hecho incomprobables.
Claro que también la tele pone los títulos de la política, que se alternan o se entrelazan con los de la vida cotidiana. Así fue como a lo largo del tiempo se instaló el título poético de “la grieta”, bajo el cual se inscribían todas las divisiones existentes entre argentinos, que además se le atribuían al gobierno kirchnerista. Y después vino la famosa “ruta del dinero K”, que comenzó a instalarse desde que se conocieron las primeras investigaciones sobre supuestos hechos de corrupción. La “ruta del dinero”, nunca definida del todo, sería el recorrido del dinero mal habido de los funcionarios corruptos, que pasa en algún momento por financieras de Puerto Madero, va y vuelve a Río Gallegos, anda por estancias patagónicas o en la tumba de Néstor Kirchner, antes de perderse en las oscuridades del poder. Cualquier dato o noticia que de algún modo pudiera ser relacionado con esto (allanamientos, citaciones judiciales, declaraciones periodísticas, rumores, imágenes de una pala mecánica buscando dinero en la estepa patagónica, etc.) fueron a caer, durante largo tiempo, bajo este gran título genérico.
Con el cambio de gobierno, al asumir Mauricio Macri como presidente, cuestiones tan diversas como despido de trabajadores, aumento de tarifas y precios, quita de subsidios o devaluación de la moneda fueron a caer bajo la categoría genérica de “sinceramiento” (otro título poético).
 No hace falta aclarar que estas operaciones de anclaje (titulado) de la realidad constituyen en sí una poderosa operación política. Pero, al margen de eso, la estructura organizativa misma de la producción televisiva también contribuye a la existencia de los anclajes de sentido. Es decir: estas simplificaciones son, hasta cierto punto, inevitables. Y lo son porque la televisión es una fábrica de imagen y sonido que transmite sin parar y con los costos más bajos posibles. Y ese sistema de producción la arrastra necesariamente a que conductores, productores, noteros, cronistas, columnistas y demás trabajadores de la TV “en vivo” se vean obligados a llenar horas y horas de programación, a “estirar” lo que se está diciendo y lo que se está mostrando. En ese marco, lo habitual es que se vean a obligados a improvisar, inventar o “estirar” los materiales que presentan, y por lo tanto es comprensible que apelen a este vocabulario abreviado hecho de títulos y lugares comunes.
No es la primera vez en la historia que esto sucede: también los payadores recurrían a fórmulas genéricas y a rimas predeterminadas para salir de algún lance difícil en la improvisación. Y, mucho más atrás en el tiempo, en la antigua Grecia un tal Homero pudo crear y divulgar la Ilíada y la Odisea, aunque no existía la escritura, apelando (además de su inventiva y buena memoria), a algo que se llamó el “vocabulario formular” (que consistía en fórmulas fijas que se aplicaban siempre iguales ante situaciones similares).
Por eso nuestra TV está saturada de “tipificaciones”. Hay personajes típicos, como los “empresarios”, los “mediáticos”, los “constitucionalistas” y tantos otros. Si se habla de un violador probablemente se lo trate de “chacal”. Una persecución policial es siempre “cinematográfica”. Un embotellamiento de tránsito es presentado como “caos en la ciudad”. Y así todo el tiempo.  

Pero tal vez la más notable y potente de las tipificaciones televisivas es la figura de “la gente”. Aparece a cada rato: lo que la gente quiere, los derechos de la gente, solucionar los problemas de la gente, y demás. Y no es que “la gente” seamos todos: gente no es sinónimo de pueblo, ni de población, ni de ciudadanía. Cuando la tele habla de la gente, se refiere a un sector que posee unas características bien definidas: si, por ejemplo, una manifestación interrumpe el tránsito, la gente son los automovilistas que llegan tarde a su trabajo por esa razón (a quienes los cronistas buscarán fervorosamente para entrevistar). Las personas que realizan el corte, en ese caso, serán etiquetados como “piqueteros”, “militantes”, o (en el mejor de los casos) “los trabajadores de tal empresa”. Pero nunca serán “la gente”.         
      


viernes, 7 de septiembre de 2018

La televisión no es lo que es (8)




8.- 
¡Alerta!

            La televisión es, también, un energizante. A intervalos regulares, ella nos pone en alerta. Sin aviso previo, acompañados por estridentes melodías, aparecen en la pantalla dramáticos carteles que advierten: “urgente”, “alerta”, “último momento”, “esto sucede ahora”, y cosas por el estilo. Esto, en los canales de aire y de noticias, sucede a lo largo de toda la jornada. No hay una lógica que permita interpretar cuáles son las noticias que merecen entrar en estos segmentos y cuáles no: el “alerta” puede deberse a un robo, un choque de autos, la separación de dos figuras del mundo del espectáculo. Puede ser, en realidad, una noticia cualquiera. Incluso un rumor sin confirmar.
¿Cuál es, entonces, la urgencia? ¿Por qué un canal de televisión se toma el trabajo de advertirnos, en tiempo real, acerca de algún acontecimiento al que deberíamos prestar especial atención? No parece haber otro motivo que la necesidad comunicacional de mantener dispuesto al espectador, de no perderlo. Se trata de eso que Román Jakobson llamó la “función fática” del lenguaje: esa manera que tenemos las personas, cuando nos comunicamos, de “chequear” si la comunicación está “funcionando” correctamente. De mantener abierto el “canal”, sostener el contacto y prolongarlo (eternamente, si fuera posible).
La televisión, en ese sentido, no es visual ni sonora: es más bien “táctil”. Parece que no tiene nada demasiado importante para decirnos (por lo menos no durante las veinticuatro horas de los trescientos sesenta y cinco días del año). Si la televisión emitiera su programación sólo el tiempo necesario para transmitir las noticias importantes y brindar una cantidad razonable de entretenimiento y diversión a los espectadores, bastaría con unas pocas horas al día. Como fue en los comienzos. La televisión es “táctil” porque se centra en el contacto y se conforma con él. Le alcanza con representar la situación de comunicación en términos de “vos estás todavía ahí y nosotros estamos siempre acá para vos”. La comunicación no es lo que creíamos. El mayor flujo comunicacional circula, hoy en día, vacío de contenidos. Del mismo modo que millones de personas nos enviamos a diario mensajes de textos en los que “no nos decimos nada”, no intercambiamos información, y nos conformamos con verificar que el otro está ahí en ese momento. Que está “en contacto”.
Hay un programa del canal de cable TN (“Todo Noticias”) que ejemplifica muy bien esta cuestión. El programa se llama “Prende y apaga” y ha perdurado increíblemente en distintos horarios, formatos y modalidades (también como un segmento dentro de otros programas). Lo que el programa hace es esto: en algún momento de la noche y algún lugar del país, una cámara de exteriores nos muestra, a la distancia, edificios de viviendas, oficinas, parques y otros sitios. La mayoría de las veces usan para esta producción cámaras de seguridad y ni siquiera envían un equipo técnico al lugar. La cuestión es que el conductor del programa “juega” a tratar de descubrir quién está despierto en ese sitio, quién está mirando el programa, y quién está atento y disponible. Y pregunta: “¿Estás ahí? Si estás ahí prendé la luz”. Si en alguna ventana esto sucede se celebra, con risas, aplausos y felicitaciones, el milagro de la comunicación humana. En eso, básicamente, consiste el programa. 
Los vibrantes mensajes de alerta en grandes letras y colores saturados son algo parecido. Una especie de palmada en la espalda, un gesto que pide atención, una dosis recetada del mismo energizante que muchos canales aplican desde temprano, cada mañana, cuando los conductores nos avisan (con tono de excitación) que llegó la hora de levantarnos. De enfrentar un nuevo día con ganas y optimismo. (“¡Arriba, argentinos!”, se llamaba uno de estos programas). 

 En otras épocas, los expertos creyeron ver en el dispositivo de la televisión una especie de droga muy potente, de carácter hipnótico. A esta altura de la historia, cuesta tomarse en serio estas visiones apocalípticas sobre el medio. Pero si alguien cree, todavía que la televisión nos “inyecta” un mensaje contra el que no nos podemos defender, aceptemos al menos que esta droga no es “hipnótica” sino más bien “energizante”. Una droga de esas que aumentan la presión arterial, la frecuencia cardíaca y la respiración. Y no de las que nos duermen en dulces ensueños.


lunes, 3 de septiembre de 2018

La televisión no es lo que es (7)


7.-

Mirar juntos


  
            En el comienzo, la tele se miraba en compañía. Con la familia, con los amigos, con los vecinos. Después, con el tiempo, los cambios tecnológicos fueron llevando al espectador hacia una posición crecientemente individual. Cada año, en mis clases universitarias de la materia Teorías de la Comunicación, yo solía hacer un pequeño “experimento”: les pedía a los alumnos que observaran cómo miraban televisión las personas que ellos conocían. Al poner en común los resultados, veíamos que la cantidad de televisores existentes en las casas en las que se realizaban las encuestas crecía cada año. Hoy, es común que las familias tengan más de un televisor: en el living, en la cocina, en los dormitorios (y no contamos acá las computadoras, tablets o teléfonos celulares en los que también se puede “ver televisión”).
Sin embargo, el ritual de juntarse a mirar tele con otros se mantiene vigente, en ciertas situaciones y modalidades que también han sido facilitadas por los cambios en las tecnologías y los modos de vida. Ya en el año 1978 la gente se juntaba en los cines (pagando una entrada, claro) para ver los partidos del Mundial de Futbol. En esos momentos, se estaban afinando las posibilidades de transmitir la televisión en color. De hecho, el campeonato era transmitido en color para el extranjero desde ATC (Argentina Televisora Color), pero en el país la transmisión fue en blanco y negro (solamente se emitió en color la final entre Argentina y Holanda, aunque nadie tenía todavía un “televisor color”).  Por ese motivo el negocio fue tomar la señal en sistema PAL y proyectarla en las grandes pantallas de los cines. Y vender entradas para “ver el partido”.
 De más está decir que las apacibles plateas de estos cines se transformaban, durante 90 minutos, en apasionadas tribunas futboleras, con “espectadores-hinchas” que alentaban con fervor como si los jugadores pudieran escucharlos, y con gorros, banderas y vinchas. 
Años después, cuando los canales de cable cobraban para ver los partidos de futbol “en codificado”, los “hinchas” volvieron a juntarse a ver los partidos: en grupos más grandes o más pequeños, con personas conocidas o con desconocidos, del mismo club o del contrario, en bares, pizzerías y otros locales, incluso en la verada de las tiendas de electrodomésticos. Recién en el mes de agosto de 2009, cuando el Estado se quedó con los derechos de transmisión del futbol argentino y puso al aire el ciclo “Futbol para todos”, los “hinchas” se separaron y volvieron a sus casas a mirar los partidos, cada uno por su lado. Ahí, en la soledad del hogar, donde a lo sumo llegaba cada tanto por la ventana el grito de algún vecino gritando un gol que no siempre era de nuestro equipo.  
            En realidad, existen otros muchos modos de “mirar juntos” la televisión. Por ejemplo, la tradicional cena familiar compartida o el almuerzo de los domingos frente al televisor, en los que habitualmente, además de mirar y escuchar la tele, se come, se bebe, se discute de lo que sea, se ríe, se grita y tal vez hasta se duerme unos minutos, en ese orden o en otros, alternativa o sucesivamente. También uno puede mirar la tele junto con su pareja, por ejemplo, desde la cama del dormitorio. O la cama de un hotel, en cualquier situación que cada uno se quiera imaginar.
En realidad, la misma tecnología que en su momento nos ha segmentado y separado como consumidores, tiempo más tarde ha permitido que nos volviéramos a juntar para “ver la tele”. En ese sentido, es paradójico que el consumo de sistemas televisivos del tipo “on demand” (que permite mirar películas y series en el momento en que uno quiera, y que promueve que cada usuario organice su consumo de manera individual) esté desatando también una especie de moda nostálgica de juntarse con la familia o con los amigos a “mirar una película (o una serie) juntos”, incluyendo tal vez pochoclos y ronda de mate. 
También las redes sociales están facilitando los consumos compartidos: no hay programa de la televisión argentina que no tenga su página en una red social, creada por la producción del programa o eventualmente por los “fans”. A esto se suma la profusa circulación de mensajes en las redes durante la emisión de los programas. ¿Qué está pasando con los espectadores? ¿Será que añoramos aquellas veladas compartidas con parientes, amigos y vecinos? Es posible. Lo seguro es que ahora solemos mirar los programas que nos gustan con la compañía virtual de decenas, cientos o miles de personas con las que estamos “en contacto”. Se trata de una nueva manera de ver televisión, que se populariza día a día, en la que el espectador mira el programa con la computadora o el teléfono celular a mano, y comenta con sus “amigos” (a favor, en contra, como sea) lo que está viendo y escuchando, en tiempo real. Y permitiendo, al mismo tiempo, que el programa en cuestión “llegue” incluso a quienes no lo están viendo ese momento.
Aunque parezca un tema menor, se trata de una potente expansión del dominio de los usuarios sobre el medio, que incluso parece acentuar el “poder” del espectador. Ahora, por ejemplo, al estar conectados “on line” con nuestros contactos, nos enteramos en tiempo real de lo que se está transmitiendo en otros canales incluso antes de hacer zapping. Esta modalidad, si se desarrolla aún más, puede terminar en un resultado sorprendente y paradójico: la aparición de un público “televisivo” super-actualizado y super-informado, que no tenga necesidad siquiera de encender el televisor para enterarse de las cosas, ya que le alcanzará con los ecos fragmentados del discurso televisivo que circulan por las redes.                            Y, al mismo tiempo, habitaremos un “living virtual”, compartido con otros miles de espectadores, en el cual “lo que hablamos entre nosotros” puede ser más potente que el “mensaje” que la televisión nos envía.