Mirar
la tele
Además, entre el televisor y nosotros se despliegan ciertas
tramas de sentido que,
inevitablemente, van a modificar nuestra posición como espectadores. El
investigador colombiano Jesús Martín-Barbero[2] ha estudiado estas tramas,
a las que llama “mediaciones”: edad,
sexo, condición social, educación, religión, pertenencia institucional,
preferencias políticas y capacidades tecnológicas en relación con el medio. Incluso,
ciertas marcas de nuestra historia personal que resultarían imposibles de
enumerar, pero que también van a condicionar nuestro modo de ver televisión. La
“comunicación masiva”, en ese
sentido, es una utopía: la transmisión televisiva es la misma para todos, pero
los “receptores” somos cada vez más diversos.
La televisión “para todos”, la televisión masiva de los viejos tiempos, es aún
un sector muy importante del negocio de los medios, pero convive con otras
modalidades que promueven novedosas formas de consumo.
Más
allá de los llamados “canales de aire” (otro anacronismo, porque ahora nos
llegan por “cable”), existe otro universo televisivo que no es masivo sino más
bien “sectorizado”. Los sistemas de televisión por cable y satelitales ofrecen
a sus clientes distintos “paquetes” con diferentes programaciones y tarifas, lo
cual contribuye a segmentar a los públicos (por ejemplo, a los amantes de las programaciones
de deporte o de cine). Cada vez más, la “televisión masiva” se va desagregando
en segmentos diferenciados. Hasta los horarios “marginales” de los canales
grandes son aprovechados por diversas instituciones para contactarse con sus
públicos particulares: congregaciones religiosas,
sindicatos, la Policía, el Ejército, las Madres de Plaza de Mayo y varios más emiten
su propia programación para “sus propios espectadores”. Los
espectadores, por su parte, tienden también a apropiarse del medio de un modo “personalizado”, y eso es porque la tecnología ahora lo permite y la
industria lo promueve.
Y hay más: los televisores de última
generación permiten al usuario “navegar” por distintos sitios y acceder así a emisiones
televisivas “vía streaming”, de manera que cada espectador puede perfectamente
armar su propia grilla de preferencias y evitar por completo, si así lo desea, a
la vieja y tradicional “televisión masiva”. Si no hay más gente que lo hace, es
sencillamente porque las costumbres y usos del consumidor siempre van más
lentos que la presión renovadora que imprime la tecnología, con sus permanentes
cambios. Crece también la oferta de televisión “on demand” y los sistemas tipo
Netflix o similares (que permiten acceder mediante una cuota mensual a una
amplísima variedad de películas y series), fenómeno que está reformulando de
plano el concepto de “ver televisión”.
Mediante la aplicación de determinados algoritmos, la industria audiovisual ha
encontrado por fin la manera de “personalizar”
la oferta de productos. Esto es: se nos ofrece un menú que no será igual para ningún
otro consumidor, y que parecerá “personalizado” debido a que se nos muestran sólo
los títulos que, por algún motivo, el sistema asocia con otros títulos que ya
hemos visto.
Esta innovación aparece es una verdadera “gallina de los
huevos de oro” para la industria audiovisual, que siempre ha lidiado con el
riesgo empresario de tener que hacer grandes inversiones para un producto que
quizás luego no tenga éxito de público. La tensión entre “innovación” y
“standarización”, propia de las industrias culturales, se disuelve ahora bajo
el peso de las innovaciones tecnológicas. Hemos entrado en la era de los
“robots”, que resuelven al instante “qué me gustaría” ver en función de “lo que
ya he visto”.
Curiosamente, el cine (que ha sido
paulatinamente marginado y expulsado de las grillas televisivas) retorna ahora
con renovadas fuerzas a la “pantalla chica”. A esto se suman nuevas series de
ficción, de variados estilos y géneros. La posibilidad de ver una película o
una serie en el momento en que a uno le dé la gana, deteniéndose, volviendo
atrás o avanzando a discreción, está construyendo, literalmente, un medio
audiovisual distinto, con nuevos códigos y también nuevos “modos de ver”. Eso ya no es televisión (pero tampoco cine). Los
relatos se ramifican, se extienden, se entrelazan, se lateralizan. Y el
espectador “de elite”, aquel que reniega de la bulliciosa televisión de aire para
refugiarse en los apacibles catálogos de cine y series, puede manejar sus
tiempos y sus preferencias de consumo “a su manera”. Y así, en ese proceso que
cada uno creerá individual y exclusivo, se comentarán luego socialmente esos relatos
y se compartirán estas nuevas agendas de ficción entre espectadores de gustos
similares. Y todo esto, muy lejos de la vieja y familiar “televisión”.
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