12.-
Exámenes
El ciclo Bailando
por un sueño, además de poner en escena la ficción de que “todos podemos
ser artistas”, tiene una forma que presenta interesantes derivaciones. En el
fondo, se trata de una “mesa de examen” frente a la cual los artistas tienen que presentarse. Por momentos, el show deja en manos del
público la decisión acerca de cuáles participantes deben continuar en carrera y
cuáles no. Son los momentos “democráticos” del Bailando, en los que los espectadores tienen la posibilidad de
votar telefónicamente y decidir así la suerte de la competencia. Pero hay también
un “jurado”, que se presenta como
“especializado” en cuestiones del espectáculo. O, mejor dicho, lo que hay es la puesta en
escena de un jurado en acción, de una mesa examinadora que critica con dureza
los errores de los participantes, aplaude los aciertos y califica a cada uno con
un número del uno al diez. Los números no se asientan en un “acta”, sino que
son mostrados al público enarbolando unas tarjetas.
El jurado,
como dijimos, está formado por personas “que saben” (dicho esto en términos
televisivos y no académicos). Son “triunfadores”, son famosos, son “las caras
de la tele” desde hace mucho tiempo, y eso los legitima, les da prestigio, los
habilita a evaluar y calificar. El conductor, a lo largo del programa, no opina
sobre los desempeños artísticos de los participantes, no se involucra en las
“evaluaciones” (más allá de algunos gestos y guiños pícaros que lo
caracterizan). En general, entonces, los escándalos
y “conflictos” que aparecen quedan en manos del jurado. Porque se gana o se
pierde de acuerdo a las calificaciones del jurado. Y el premio que se ofrece,
programa a programa, es el mejor que la televisión puede otorgar: nada menos
que la posibilidad de seguir estando en la tele.
Más allá de los criterios adoptados por los jurados
a la hora de calificar (que suelen ser tan eclécticos como arbitrarios),
quisiera poner el foco en el carácter de la situación misma que se configura
acá: la situación de “tomar examen”. Se trata, por supuesto, de una representación,
una puesta en escena, la dramatización de una situación de examen que, si bien
es bastante “standard”, resulta al mismo tiempo muy particular. Porque se trata
de un “examen” que no requiere ningún “estudio” previo. Los participantes se
presentan a la prueba sin necesidad de antecedentes, de capacitación, de
formación artística. A lo sumo, pueden garantizar cierto estado físico para
intentar bailar y moverse en el escenario, aunque no siempre. Han recibido el
“acompañamiento” de un “coach” y han “ensayado” durante un par de semanas, antes
de presentarse en el estudio, para bailar frente al jurado de notables. Por lo
general, de trata de personas que no tienen mayor experiencia previa ni
formación en aquello en lo que serán examinadas. Es, si se quiere, un falso
examen, una mesa de profesores “expertos” que les dirán (a bailarines que no
son bailarines) que su nota es un siete, un ocho, un diez, un dos. Es, dicho de
otra forma, la representación de un premio a la mediocridad. De un premio que
se le da a alguien por ser lo que ya era. Ningún examen es así en la vida real.
Digamos que sólo un espectador que no ha pasado nunca
por las mesas de examen (por ejemplo en la universidad) puede creer que así son
los exámenes. Es decir: no es verdad que los que toman examen califican lo que
quieren, como quieren y con los criterios que se les ocurren. Que a la hora de
poner una nota tienen la prerrogativa de exhibir y humillar públicamente al
alumno que no ha cumplido con la prueba, o de alabarlo delante de sus
compañeros, también a la vista de todos. Porque en los exámenes reales (se
supone) el examinado no compite contra sus compañeros sino en todo caso consigo
mismo. Lo que vemos en estos programas es, también, una parodia distorsionada
de lo que significa triunfar, consagrarse, ser “aprobado” por el tribunal de
“los que más saben”. Aunque ellos, los que califican (los miembros del jurado y
también el conductor del ciclo), tampoco hayan tenido que ser examinados alguna
vez para certificar sus competencias y habilidades “televisivas”.
La misma figura se repite en varios otros programas.
Por ejemplo, en programas de preguntas y respuestas, y en otras competencias para
ganar premios. En los primeros hay participantes (que pueden ser personas
comunes o también personajes conocidos de la televisión), a quienes se les
hacen preguntas lo suficientemente sencillas como para que el espectador pueda
contestarlas en su casa. (En los programas de competencias y juegos “físicos”,
el proceso es similar: tampoco es necesario ahí tener una especial preparación
gimnástica ni un óptimo estado corporal para participar y ganar).
Los “temas” de las preguntas pueden ser muchos, pero
estarían dentro de la amplísima categoría de “cultura general”. Otras veces, los
temas remiten a historias, situaciones o chimentos vinculados al mismo universo
televisivo. Habitualmente, se trata de preguntas que cualquier espectador tiene
capacidad de responder desde su casa, y recién se hacen más “difíciles” cuando
se acercan las instancias finales de los concursos. Es decir, cuando los
premios que se ofrecen empiezan a ser más importantes. Y en todos los casos
(preguntas “fáciles” o “difíciles”), contestar correctamente o no parece
depender casi exclusivamente de una cuestión de memoria. No deja de ser una paradoja:
la televisión, que promueve el olvido a cada paso, premia en sus concursos la
buena memoria.
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