viernes, 3 de agosto de 2018

La televisión no es lo que es (4)


4.-

Familiaridad



           

           
La relación de la TV con sus espectadores está impregnada, en varios sentidos, de un fuerte factor de “familiaridad”. El mundo televisivo (a diferencia del cinematográfico) es el mundo de lo cercano, lo conocido, lo cotidiano.
La mayoría de los espectadores de hoy casi no han conocido “un mundo sin televisión”: ella siempre estuvo ahí, desde que nacimos, en un lugar importante de la casa, en los momentos buenos y en los malos, compartiendo nuestras vidas. Cualquiera puede hacer esta sencilla prueba: rememoremos algún hecho significativo del pasado. Y, muy probablemente, ese recuerdo vendrá asociado a la “tele” de algún modo (qué programa estaban dando en ese momento, dónde lo estábamos mirando, con quién, etc.). En mi caso personal, mantengo un vívido recuerdo del momento en que el hombre llegó a la luna. Lo vi en una tele blanco y negro, por supuesto, y me acuerdo no sólo de las imágenes de los astronautas, sino también del sillón en el que estaba sentado y de cómo era esa habitación de mi casa por aquella época. Quiero decir: me acuerdo bien de esa habitación, pero en relación con ese momento. O con otros momentos “televisivos” (como el gol del Chango Cárdenas con el que Racing se convirtió en el primer equipo argentino campeón mundial de clubes, y eso que no soy hincha de Racing). Recuerdo también las escenas del “Cordobazo” que transmitió la TV en 1969:  imágenes del pueblo peleando en las calles que todavía evoco “como si las estuviera viendo”.
El 19 de diciembre de 2001, después de haber tomado examen hasta tarde en la universidad, llegué a mi casa y encendí la tele, más que nada por costumbre. Hasta que en un momento apareció el presidente De la Rúa hablando a la población, anunciando el estado de sitio. Hacía calor y por las ventanas abiertas se oía el ruido de las primeras cacerolas. Así fue que salimos a la calle, nos fuimos juntando con otros vecinos en las esquinas y caminamos una cantidad incontable de cuadras rumbo al centro, mezclados en una multitud que pedía “que se vayan todos”. De todo eso me acuerdo perfectamente. Y también me acuerdo de haber entrado a un bar en busca de un baño, y de haber visto a un apretado grupo de personas atrapadas por el magnetismo de la televisión encendida en un rincón. Y del súbito estallido de euforia cuando la pantalla anunció, en letras catástrofe, que el ministro Cavallo había renunciado. Esa es la forma que tiene mi recuerdo de ese día: empieza y termina con un televisor encendido. 
Este entrelazamiento del medio televisivo con nuestras vidas adopta diversas formas para construir, inevitablemente, lazos de “familiaridad”. La presencia permanente del televisor en el living o en otras habitaciones lo han transformado en “un miembro más de la familia”. En la pantalla abundan las ceremonias de la vida familiar (empezando por desayunos, almuerzos y cenas). En los programas de la mañana “se come” medialunas y “se toma” café, y al mediodía los cocineros preparan el almuerzo con alegría y fervor. Para no hablar de los “tradicionales” almuerzos y cenas con “la señora Mirtha Legrand”. Como siempre sucede, el círculo familiar tiende a defenderse de los avatares del mundo exterior, y por eso estos modos televisivos de intervención en lo cotidiano no se suspenden ni en épocas de crisis. Pase lo que pase en el mundo real, en la tele “se come”. Se cocina y se come, y siempre en un clima de alegría.  
Al mismo tiempo, por si fuera poco, la misma TV se encarga de ofrecernos (día a día y en varios programas), sus consejos sobre la manera más “económica” de comprar. Como una abuela experimentada y que ya ha pasado por otras crisis y momentos complicados, la tele nos pasea por carnicerías, verdulerías, mercados y panaderías que ofrecen rebajas circunstanciales, y nos consuela entrevistando a gente común que confiesa que (como nos pasa a nosotros) el sueldo no le alcanza hasta fin de mes.               
La TV reina sobre la esfera de lo cotidiano, que es la de “todos los días”. La “esfera de lo cotidiano” (un concepto complejo que la sociología ha tratado de definir) es ese ámbito que experimentamos y compartimos “en familia”, “entre amigos”, “en el trabajo”, “con un amor”. Agnes Heller[1] dice que es en ese espacio donde las personas “constituimos el mun­do”, donde le asignamos un sentido. Es en ese “territorio de lo cotidiano” donde adquirimos los primeros y elementales aprendizajes: usar el lenguaje, “manipular las cosas”, relacionarnos con los demás. Porque la vida cotidiana no está hecha de “cosas”, sino básicamente de significados: valores, roles sociales, modelos, tipos de relaciones y comportamientos. El semiólogo Hernan Parret afirma que “… vivimos nuestra vida cotidiana como un relato y las temporalida­des de lo cotidiano como el tiempo de un relato[2]. Esto significa que lo que “vivimos” cotidianamente sólo tendrá sentido cuando de algún modo lo podamos contar. Un “amor”, por ejemplo, sólo existe realmente cuando se lo puede relatar.  
El cine argentino de los años 40 y 50 ha sido pródigo en este tipo de relatos, que brindaban al espectador no sólo entretenimiento sino además maneras posibles de “entrar en el mundo” (en el trabajo, en la familia, en el tiempo libre).  Era, de algún modo, un cine pedagógico, ya que enseñaba los modos “correctos” de vivir. En estas películas la sociedad se puso en escena, se mostró, y desplegó además los sentidos deseables de la vida: el trabajo honesto, el amor sentimental, el triunfo de la familia. Estas figuras recurrentes dejaron sus marcas en el territorio simbólico, y a la vez funcionaron como “instrucciones” para poder enlazar la pequeña vida fami­liar de cada uno con las normas de la vida social.
Con la llegada y la popularización de la TV, las cosas fueron bastante más allá. Porque la televisión no se conformó con relatar lo cotidiano, sino que además se animó a construirlo, a mantenerlo vivo día tras día. Porque la televisión construye la cotidianeidad, lo hace en nuestra propia casa, y lo hace “en tiempo real”, delante de nuestros ojos y “junto” a nosotros.
La televisión es la vida cotidiana.
Nada de lo cotidiano queda fuera de ella: desde que nos despertamos hasta que nos dormimos (y a veces nos dormimos con el televisor prendido) no deja ni por un instante de “estar cerca”. Si algo sucede nos avisa de inmediato. Comenta sin cesar “lo que es necesario saber”. Nos habla en “nuestro idioma” y con “familiaridad”.
            El tiempo televisivo encaja a la perfección en el tiempo de lo cotidiano: es un tiempo repetitivo y circular, muy distinto al tiempo “calendario” de la “Historia” que avanza hacia un futuro. En la TV, como en la vida cotidiana, los días se suceden siempre iguales a sí mismos. La televisión no tiene Historia, ella misma borra enseguida la memoria de lo que muestra, y entonces todo vuelve a suceder una y otra vez. Y también: las historias nunca llegan a un desenlace, las series se alargan y se estiran y se continúan, y la fragmentación de los relatos hacen que uno ya no espere encontrar un sentido fuerte en lo que ve.
Las rutinas de la grilla televisiva se confunden con las otras rutinas familiares, y la vida en familia se organiza atendiendo también a la programación televisiva. En la pantalla ya no hay nada extraordinario, no hay nada excepcional, no hay aventuras que se desbordan de lo cotidiano (como en el cine). La televisión pone en escena, todos los días, “lo de todos los días”. Escenas “insignificantes”, fragmentadas, conocidas. La televisión se parece a una vecina que nos habla sobre todos los temas, aunque no sepa mucho sobre ninguno. Y que no se calla nunca.






[1] Agnes Heller: Historia y vida cotidiana, Grijalbo, Mexi­co, 1985.
[2] (Parret, Hernan: De la semiótica a la estética: enunciación, sensación, pasiones, Edicial, Buenos Aires, 1995. pág. 131).

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