jueves, 9 de agosto de 2018

La televisión no es lo que es (5)


5.-
Escándalos





¿Qué vende la televisión?
La televisión no vende información. Tampoco entretenimiento. Esas cosas las regala, igual que sus promesas de compañía agradable y permanente.
Lo que la televisión vende son miradas. Miradas de televidentes. Y se las vende, básicamente, a sus anunciantes. Por eso en la TV abundan los “escándalos”: porque los canales necesitan atraer miradas para poder venderlas.  
El rating es un mecanismo, si bien limitado y carente de fundamento metodológico, que les permite sin embargo a los canales establecer y certificar el precio de estas miradas. Dicho de un modo más concreto: el rating le permite a un canal presentarle a sus clientes el precio de un segundo al aire, en función de la “cantidad de miradas” que ese segundo tendría.  
Ahora bien: en su empeño por capturar más y más miradas, la televisión se ve forzada a gritar, gesticular, zapatear, bailar, desnudarse y exagerar todo tipo de señales para que el espectador no se le escape. En esa dinámica, exacerbada por la competencia entre canales, los límites se corren día a día. Como el espectador va subiendo su umbral de acostumbramiento a lo que ve y lo que oye, entonces la TV sube el nivel de sus “escándalos”. Lo que ayer escandalizaba hoy es moneda corriente, así que hay que ir más allá, correr un poco el límite de lo que se muestra, hay que “ser transgresores”. Mientras sean los anunciantes los que marquen las pautas de financiamiento del medio, los “escándalos” seguirán siendo el pan de cada día en la pantalla.  
Por si fuera poco, un buen escándalo es también un buen negocio para los canales, porque les permite sostener horas de programación con muy poco. Alcanza un mínimo elemento material (un video, un audio, una foto, una declaración, un secreto revelado, un chisme). A lo sumo, se agregan los comentarios interminables de cuatro o cinco personas sobre el tema (panelistas, expertos, involucrados en el hecho, parientes de los involucrados, abogados, médicos, etc.). Estas personas no necesitan tener conocimientos especiales sobre el tema o situación a los que se refieren, pero sí una probada capacidad de escandalizarse y escandalizar al público.
El escándalo pertenece al reino de la evidencia: no necesita ni acepta explicación racional alguna. Un escándalo sólo puede ser expuesto y tendrá que explicarse por sí mismo. O no explicarse nunca. Se trata del fruto más concentrado del sentido común televisivo: aquella persona que se anime a no escandalizarse frente a la “evidencia” de un escándalo (ya se trate de un conductor televisivo, un panelista, un invitado o un simple espectador) será expulsado de la “sociedad de los normales”. Y la misma televisión se encargará de hacerlo público. De ese modo, el espectáculo se alimenta de sí mismo: la televisión despliega escándalos, y quien no sepa escandalizarse aparecerá a su vez como escandaloso.
En algunos momentos, abundan los escándalos políticos. Claro que esta modalidad (que no solamente aparece en Argentina) suele tener origen en las propias estrategias políticas definidas e implementadas por los dueños de los canales. Hay que entender que muchos canales son, además de un negocio, fundamentalmente una plataforma de acción política (y ése debería el verdadero motivo de escándalo). Pasados los períodos electorales y los momentos políticamente intensos, cuando las maquinarias televisivas de presión y extorsión política se llaman a cierto descanso, la televisión se conforma con su propia y tradicional galería de escándalos “mediáticos” (engaños de pareja, estafas, pasados oscuros, cámaras ocultas, abusos de menores, etc.).
La “política del escándalo” es inseparable de la actual etapa de desarrollo de la industria televisiva, ya que se sostiene sobre su propia dinámica: la TV sale en busca de miradas, siempre, cada vez más con más energía. Como esta dinámica no tiene frenos, se expande discursivamente, se ve obligada a ampliar permanentemente los límites de lo decible, hasta un límite que puede resultar socialmente peligroso. Quiero decir: un escándalo es capaz de devorarse a los mayores “escandalizadores” de la pantalla. Nadie sale indemne de esa maquinaria perversa, de ese reino del escándalo perpetuo y creciente.
   Una vez puesta en marcha, esta máquina ya no se detiene. Y se alimentará de lo que tenga a mano. Porque eso es la televisión: una empresa que vende a sus clientes (los anunciantes) millones de ojos ansiosos de ver más. Cada vez más. Siempre más.

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