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Escándalos
¿Qué vende la televisión?
La televisión no vende información. Tampoco entretenimiento.
Esas cosas las regala, igual que sus promesas de compañía agradable y permanente.
Lo que la televisión vende son miradas. Miradas de
televidentes. Y se las vende, básicamente, a sus anunciantes. Por eso en la TV
abundan los “escándalos”: porque los canales necesitan atraer miradas para
poder venderlas.
El rating es un
mecanismo, si bien limitado y carente de fundamento metodológico, que les
permite sin embargo a los canales establecer y certificar el precio de estas miradas. Dicho de un modo más concreto:
el rating le permite a un canal presentarle
a sus clientes el precio de un segundo al aire, en función de la “cantidad de miradas”
que ese segundo tendría.
Ahora bien: en su empeño por capturar más y más miradas, la
televisión se ve forzada a gritar, gesticular, zapatear, bailar, desnudarse y exagerar
todo tipo de señales para que el espectador no se le escape. En esa dinámica, exacerbada
por la competencia entre canales, los límites se corren día a día. Como el espectador
va subiendo su umbral de acostumbramiento a lo que ve y lo que oye, entonces la
TV sube el nivel de sus “escándalos”. Lo que ayer escandalizaba hoy es moneda
corriente, así que hay que ir más allá, correr un poco el límite de lo que se
muestra, hay que “ser transgresores”. Mientras sean los anunciantes los que
marquen las pautas de financiamiento del medio, los “escándalos” seguirán
siendo el pan de cada día en la pantalla.
Por si fuera poco, un buen escándalo es también un buen negocio para los canales, porque les permite sostener
horas de programación con muy poco. Alcanza un mínimo elemento material (un
video, un audio, una foto, una declaración, un secreto revelado, un chisme). A
lo sumo, se agregan los comentarios interminables de cuatro o cinco personas sobre
el tema (panelistas, expertos, involucrados en el hecho, parientes de los
involucrados, abogados, médicos, etc.). Estas personas no necesitan tener
conocimientos especiales sobre el tema o situación a los que se refieren, pero
sí una probada capacidad de escandalizarse y escandalizar al público.
El escándalo pertenece
al reino de la evidencia: no necesita ni acepta explicación racional alguna. Un
escándalo sólo puede ser expuesto y tendrá que explicarse por sí mismo. O no
explicarse nunca. Se trata del fruto más concentrado del sentido común
televisivo: aquella persona que se anime a no escandalizarse frente a la “evidencia”
de un escándalo (ya se trate de un conductor televisivo, un panelista, un
invitado o un simple espectador) será expulsado de la “sociedad de los normales”.
Y la misma televisión se encargará de hacerlo público. De ese modo, el espectáculo
se alimenta de sí mismo: la televisión despliega escándalos, y quien no sepa
escandalizarse aparecerá a su vez como escandaloso.
En algunos momentos, abundan los escándalos políticos. Claro que esta modalidad (que no solamente aparece
en Argentina) suele tener origen en las propias estrategias políticas definidas
e implementadas por los dueños de los canales. Hay que entender que muchos
canales son, además de un negocio, fundamentalmente una plataforma
de acción política (y ése debería el verdadero motivo de escándalo). Pasados
los períodos electorales y los momentos políticamente intensos, cuando las maquinarias
televisivas de presión y extorsión política se llaman a cierto descanso,
la televisión se conforma con su propia y tradicional galería de escándalos “mediáticos”
(engaños de pareja, estafas, pasados oscuros, cámaras ocultas, abusos de
menores, etc.).
La “política del escándalo” es inseparable de la actual
etapa de desarrollo de la industria televisiva, ya que se sostiene sobre su
propia dinámica: la TV sale en busca de miradas, siempre, cada vez más con
más energía. Como esta dinámica no tiene frenos, se expande discursivamente, se
ve obligada a ampliar permanentemente los límites de lo decible, hasta un
límite que puede resultar socialmente peligroso. Quiero decir: un escándalo es capaz de devorarse
a los mayores “escandalizadores” de la pantalla. Nadie sale indemne de esa
maquinaria perversa, de ese reino del escándalo perpetuo y creciente.
Una vez
puesta en marcha, esta máquina ya no se detiene. Y se alimentará de lo que
tenga a mano. Porque eso es la televisión: una empresa que vende a sus clientes
(los anunciantes) millones de ojos ansiosos de ver más. Cada vez más. Siempre
más.
¡Excelente, como siempre!
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